29 nov 2007

Entrevista a Juan Gelman, premio Cervantes 2007


por Sáez y Rimondino


En 2003, Carlos Santos Sáez y Adrián Rimondino se encontraban con Juan Gelman para darle forma a una entrevista que saldría publicada en el número 19 de Lea. A pocas horas de que Gelman sea premiado con el Premio Cervantes, queremos recuperar ese encuentro para nuestros lectores virtuales.



¿Cómo será encontrarse cara a cara con el tipo que más ha influido en nuestras vidas? ¿Cómo será abrazar a quien nos enseñó a leer poesía?
Para los autores de esta nota, entrevistar a Juan Gelman era mucho más que sentarse a tomar un café con el más grande poeta argentino de todos los tiempos, era estar cerca del hombre que trazó la imagen del escritor . Desde Gelman se podía ser comprometido y experimental, seductor y emotivo, sin dejar de ser brillante.
Los autores de esta nota charlaron largamente sobre los pormenores del reportaje antes de realizarlo. Releyeron la obra completa. Se asomaron maravillados a sus nuevos poemas. Discutieron sobre influencias, cuestiones líricas diversas, detalles imperceptibles para el ojo humano. Recordaron anécdotas variadas de muertos queridos, minas levantadas con versos ajenos, mujeres que se parecían a la palabra nunca.
¿Cómo sería encontrarse con Juan Gelman?

El momento tan esperado

Tiene las manos grandes el tipo, y saluda con firmeza. Nos sentamos a tomar un café. Gelman pide un cortado. Prendemos el grabador y largamos el rollo inicial, -largamente ensayado-, para romper el hielo. Tratamos de explicar nuestra admiración por su obra y por su persona. No nos hace mucho caso preocupado por otras cosas. “¡Pero esto es un café con leche!” reclama a voz en cuello, se para y va hacia el mostrador. Regresa con una taza más pequeña. “Perdón, pero quería un cortado, no un café con leche. ¿De qué estábamos hablando?” Rebobinar el discurso es imposible. Flota cierto aire de frustración en la escena.

Usted nos marcó la vida... (le disparamos sin anestesia, todavía sin animarnos a tutearlo).
“No fue mi intención”, responde con una sonrisa entre amable y canchera.

¿Usted es consciente de la influencia que ha ejercido su obra sobre varias generaciones de argentinos? (Lo incomoda la pregunta. Se vuelve a parar. Trae un sobrecito de azúcar, lo sacude y lo vuelca en la taza. Sonríe)

“Yo soy un inconsciente, ¿qué les puedo decir? ¿Cómo voy a ser consciente de algo?.” (Dice con voz cavernosa y comienza a reír con fuerza)
Reímos todos, con cierta complicidad sobre algo que todavía no ha sucedido, pero que los tres sabemos.
“Hay una cantidad de tipos que han usado mis poemas para levantar mujeres.” Afirma y nos mira fijo. Le confesamos que nosotros también lo hemos hecho, y le agradecemos la gauchada. Cambiamos impresiones sobre distintos tipos de levantes, sobre qué poemas corresponden a cada mina, y otros temas trascendentes.
“Una vez me pasó una genial,” empieza a contar entusiamado, “resulta que estaba con Mario Benedetti, y con Daniel Viglietti, nos cruzamos acá en Buenos Aires y nos hicieron un reportaje por radio. Era en un café y había chicas y muchachos de la radio. Cada uno había sacado un libro recientemente. Entonces le pidieron a Mario que leyera un poema, cosa que hizo, y después me pidieron a mí que leyera un poema, cosa que hice. Abrí el libro y leí un poema de amor. Cuando terminamos la grabación, una chica que estaba ahí se me acercó y me dijo: ‘¿Ese poema es suyo’?, le digo ‘Sí’. Me dice ‘¡Hijo de puta!’. Le digo, ‘Mire, yo sé que no es muy bueno, pero soy una buena persona’. Dice: ‘no, no lo digo por usted, estoy hablando de un novio que tuve, que me engrupió que me lo había escrito él’.” (Ríe a carcajadas Gelman, con ganas, tiene tanta vida en esa risa que contagia).
No nos damos por vencidos e intentamos hablar sobre la utilidad de la poesía, sobre los temas de su poética y otras yerbas semejantes, pero Gelman quería seguir conversando sobre cosas trascendentes.
“Un gran poeta decía que ojalá sus poemas sirvieran por lo menos para envolver café, que se hicieran cartuchos de café con las hojas escritas, como se hacía antes en los almacenes. Me conformo con que los míos sirvan para encontrar mujeres...” Dice a media voz, con una seguridad apabullante.
Lo contradecimos. Le queremos confirmar que sus versos también sirvieron para que muchos se dedicaran a escribir poemas.
“¿Yo qué culpa tengo?”, se defiende.
Queremos cambiar el rumbo de la charla. Le confirmamos que varias generaciones de poetas han sido fuertemente influenciados por su obra.
“A mí me resulta muy difícil medir todo eso.” (Responde nuevamente incómodo)
Le contamos que la suya es una influencia mucho más que literaria, que la cuestión es leer o no leer poesía, y que sus libros crean lectores de poesía.
“Bueno, me alegro que sea así.” (Quiere terminar con el tema)
Mientras tanto, Franco (también emocionado) ronda la mesa y lo fotografía. Gelman fuma de tal manera que provoca ganas de fumar. Ríe con tantas ganas que contagia la risa. Tensa cada palabra con tanta voz que convence de la posibilidad del poema.
“Cada poeta encuentra y respeta su propia voz.” Dice pausadamente, casi subrayando. “Cada poeta propone algo distinto. Eso es lo extraordinario en la poesía, ¡tantos buenos poetas, tanta riqueza, tanta variedad!, la misma que hay entre los seres humanos. En eso nos parecemos todos, en que todos somos distintos. Eso es lo que pasa con los poetas.”
Damos vuelta alrededor de sus obsesiones: el amor, la niñez, la revolución, la muerte, y nos trasladamos a su casa en Villa Crespo, en la década del 30, cuando empezó a escribir poemas, a los ocho o nueve años.
“Era un semi conventillo eso. Una de esas casas chorizo, largas.” Le gusta recordar ese lugar y esa época. Habla con soltura y alegría. “Vivíamos nosotros en la parte de abajo, con mi hermano mayor, mi hermana y mis viejos, desde luego. Arriba vivían unos señores de los que no tengo muchos recuerdos. Lo que sí me acuerdo es que eran tipos que les gustaba ir a cazar. Entonces mi hermano, que me llevaba casi veinte años, los acompañaba para llevarles el morral. Cada vez que los acompañaba, le pagaban con una liebre o dos. Esa noche había fiesta en la cocina.” Cuenta con pasión. Tiene más ganas de mostrarnos un álbum de fotos viejas que de desmenuzar su poética. “Después nos mudamos a una casa, cerca de ahí, pero ya era una casa. Estábamos mejor, la familia estaba mejor.”
Villa Crespo, Atlanta, la milonga, allí empezó a escribir Juan Gelman.
“En joda me gusta decir que empecé a los nueve años”. Sonríe melancólico bajo los lentes oscuros que no se sacó en toda la entrevista. “Por otro lado es cierto, a los nueve años me enamoré de una vecinita de once. Entonces le empecé a mandar poemas que yo le saqueaba a Almafuerte y le decía que eran míos ¡Yo también hice eso!. Y nada… no había caso… no la podía convencer. Entonces dije, ‘bueno, si no la convenzo con Almafuerte a lo mejor la convenzo yo’. Empecé a escribir versos, pero tampoco la podía convencer. Entonces me di cuenta de que el tema era otro, de que el amor pasaba por otro lado.”
Intentamos entonces, recrear el momento en que uno se da cuenta de que la poesía, ya no es solamente una manera de expresar un sentimiento.
“Y habrá sido a los veinte años, más o menos.” Confiesa. “Con el grupo El pan duro. En el 54. Ahí estaban Héctor Negro, Carlos Somigliana, Hugo Di Taranto. El propósito era editar, pero también era una especie de encuentro donde hablábamos de poesía y de todo lo que venía a cuento. Después, en los 60 se acercó gente como Juana Bignozzi. Pero el grupo inicial estaba ahí. Hacíamos recitales en clubes y cada uno presentaba un libro. Entre nosotros votamos cuál era el orden de aparición, y me tocó salir primero con Violín y otras cuestiones, que se publicó en 1956. Una vez que hicimos un recital apareció Raúl González Tuñon, leyó el libro, le gustó y le escribió el prólogo. Casualmente ayer estaba en una disertación, y estaba Nélida, su viuda, que me dejó una carta.”
El recuerdo de Raúl González Tuñón ocupa una gran parte de la conversación.
“Admiro de González Tuñón, en primer lugar, su poesía, y también su actitud vital. Era un hombre muy libre, muy generoso con los jóvenes que se le acercaban. Irradiaba una influencia que no era sólo a través de los libros, sino que era una cosa personal, lo que hoy se podría considerar una pérdida de tiempo, como salir a tomar una ginebra o un café con la gente joven que lo iba a ver. Realmente yo lo quise mucho, aparte de que me parece un gran poeta.”
Aprovechando su entusiasmo le preguntamos cuáles son los grandes poetas de la literatura argentina. “Tenemos bastantes. Tenemos a Oliverio Girondo, a Juan L. Ortiz, a Edgard Bailey, a Francisco Madariaga, a Paco Urondo…La poesía argentina siempre ha sido una cosa que, a pesar de todo, no se agotó. Hoy hay grandes poetas como Jorge Boccanera. Atención, que es un caso serio. Acaba de publicar un libro que se llama Bestias en un hotel de paso, que me parece extraordinario.”

Nos lanzamos a fondo y nos animamos a tutearlo: De tus cuatro primeros libros, Gotan es el primer signo de rompimiento. A partir de ahí, la evolución es constante. Tu poesía se fue complejizando. Pero por otro lado, siempre tuviste una intención enorme de difundir el género. Recordamos tus trabajos con el Tata Cedrón, diciendo poemas, él musicalizando... que terminaron con una ópera en la Boca, en el año 74, que se llamaba “El gallo cantor”.

“Eso era una cantata (corrije inflexible). Estrenamos una especie de ópera en el año 72. Se llamaba la Bicicleta de la muerte”.

Tratamos de disimular el error: Tu obra se fue complejizando, pero siempre quisiste que la poesía fuera popular. A través de la música, de recitales... Sin embargo, no hiciste ninguna concesión para que el público la entendiera mejor.

“Desde el punto de vista de la escritura, nunca pensé en el público. Lo siento mucho, pero es así. No se puede ser infiel a uno mismo, porque estás siendo infiel a tus lectores. En ese sentido, yo creo que no incurrí en concesiones. Pude haber cometido errores en todos estos años, pero nunca tuve la voluntad de hacer poesía popular. Hago la poesía que me sale, ¿qué otra cosa les puedo decir?. La poesía no es una cuestión de voluntad. A diferencia de la prosa, no se puede uno sentar a escribir poesía. Eso es imposible.”

¿Trabajás muchos los poemas?

“No, pero tiro. Este último libro (Valer la pena) tiene unos ciento treinta poemas breves, pero debo haber tirado muchos más. Cuando el poema no está logrado, corregir mucho es deformar. Estará bien o mal, pero es lo que me ocurre, lo que he hecho. Hay poetas que, efectivamente, corrigen mucho, pero no es mi caso. Aunque estés encima constantemente, no terminás un poema. Se cansa el lector y se cansa el poeta”.

¿Le interesará realmente lo que le preguntamos? Ante la duda, seguimos. ¿Cómo surge la idea de Los poemas de Sydney West, de ese rompimiento y búsqueda de otra estructura de poesía?

“Lo que pasa es que yo estaba demasiado metido en problemas. Aparte, la situación general del país era jodida en el ‘64.”

Como siempre...

“Sí, pero no tanto como ahora. Y, bueno, estaba encerrado en eso. La intimidad es una parte de la subjetividad pero no es toda la subjetividad. Te encerrás ahí y dejás de recibir y escuchar al mundo. Entonces dije, bueno, vamos a invitar un tipo, que no soy yo, a ver qué dice. Primero me salió un inglés, que escribió un montón. Después vino un japonés, pero que, como buen japonés, escribió muy poco... `hombre blanco querer aprovechar hombre amarillo´ (Risas). Después apareció Sidney West, que son poemas que incluso escribí en redacciones y cosas por el estilo. Ahí me parece que, lo que me preocupaba (yo tenía casi cuarenta años) era la idea de la muerte, una idea que, no sé a ustedes, pero a uno lo acecha cada vez que redondeás los cuarenta, los cincuenta…”

Allí surgen los lamentos…(Nos referimos a los títulos de los poemas de ese libro).

“Claro.”

No desconcertamos ante su nueva parquedad, pero seguimos: Los poemas de Sidney West es uno de los libros de poesía más bellamente editados en la Argentina.

“Eso lo hizo Willy Schavelzon, en Galerna. Yo le había propuesto hacerlo como salió una vez un libro de Raúl González Tuñón, que venían la tapa y las hojas sueltas, de modo que si vos querías podías pegar un poema en la pared, tirar los demás, usarlo de otro modo... Era el papel que se usaba entonces para envolver la mortadela en los almacenes”.

Gelman está ahora esperando otra pregunta, parece divertirle nuestro desconcierto. Ahora estás viviendo en México, ¿es definitivo?

“Bueno, todo lo definitivo cambia. Pero por ahora sí, claro”.

Te fuiste de la Argentina en el año 75.

“Sí, pero a Europa. Primero a Italia como corresponsal de Crisis (la mítica revista de los setenta dirigida por Eduardo Galeano). Después con el tiempo me reciclé como traductor supernumerario. (Se detiene y recuerda algo) Había una película de Pepe Arias, que no sé si ustedes se acuerdan... yo me cagaba de risa de la palabra supernumerario. México vino después”.

¿Porqué no volviste en el 84, cuando terminó la dictadura?

“Había un juez que me había abierto un proceso, no sólo a mí, sino también a un grupo de compañeros. Y a mí nadie me dio noticias. Yo estaba por volver, en el ´84, y un amigo me dice: ‘mirá, Juan, acá tenés un juicio abierto, si venís te meten en cana´. Después empezaron todas las historias, hasta que a fines del 87 pude volver, aclarar la situación, y la Cámara Federal ordenó el sobreseimiento. Yo tenía prisión preventiva, pero para que yo volviera, el juez me fijó una caución de veinte mil dólares para no ir en cana. Me acuerdo que en Página/12 salió en ese recuadrito de tapa, un tipo diciéndole a un juez: ‘oiga, pero no es el de la mayonesa, ¿no?’. Mi nietito mexicano, que tiene cinco años, está convencido que soy el dueño de la mayonesa”. (Nuevas risas)

Aprovechamos su buen humor. Así como recordamos la casa de Villa Crespo, ¿cómo fue la primera casa del exilio?

“Fue en Italia, la agencia de noticias para la que trabajaba tenía una especie de departamentito para visitantes, así que me dejaron vivir ahí. Estaba en el centro histórico. Una vez fui a recibir a un compañero que llegaba a Italia también, que yo iba a alojar, y entonces me dice: ‘¿dónde vivís?’. Le digo: ‘ahí, enfrente del Mercado´. Me dice: ‘Ah, qué bien... se puede comprar verdura fresca’. Le digo, ‘mirá, cerraron ahí los boliches hace dos mil años...’ Es curioso, porque el departamento era una especie de palacio chico. Estaba elevado sobre ladrillos romanos; y en el sótano todavía había restos de frescos romanos. Eso es lo que pasa en Roma, hay tres ciudades encimadas. Y ahí lo habían divido en departamentos chicos, era una especie de conventillo también. Todo el mundo se conocía. Había una señora que había sido enfermera en la Primera Guerra Mundial. Y teníamos una gran relación, hasta que me vio lavando platos y me retiró el saludo. Un hombre no puede mostrarse lavando platos en Roma.”

Ahí aparecieron los poemas de Exilio, el libro que hiciste con Osvaldo Bayer.

“Sí, con él. A pesar del exilio y de la militancia política, la poesía siempre estuvo ahí. Pero a veces se interrumpió durante un tiempo. Así ocurrió en el exilio. Desde luego hay ciertos vaivenes de la vida que, por lo menos en mi caso, te impactan de tal manera que... Además hay otra cuestión. Yo escuchaba italiano todo el tiempo, y es una lengua muy líquida, que se te mete en la oreja, y no tenía nada que ver con lo que yo sentía. Salía de una dictadura, después de todo lo que pasó, y no podía escribir. Lo que hice para sacarme eso de encima fue escribir sonetos pornográficos en romanesco, en dialecto de Roma, que es bastante parecido al lunfa, ¿sabés?, en la cuestión de los sonidos, en el cambio de sonidos... como cuando Carlitos (Gardel) dice por ahí ‘sertimientos’. Ellos también cambian una letra por otra. Y de ese modo, conseguí sacarme eso de la oreja. Cuando trabajaba en la agencia me había inventado un personaje que se llamaba el nono; escribía los sonetos, iba al laburo y los tanos se cagaban de risa.”

Escucharías más tango que nunca... ¿siempre fuiste un fanático del tango?. Nos acordamos de poema “Anclao en París”, tus trabajos con el Tata Cedrón...

“Hay un cariño irónico en todo eso. Yo fui milonguero. A los quince años salíamos a bailar con toda la barra. En Atlanta lo escuché a Pugliese por primera vez”.

De tus libros, ¿cuál es el que sentís más importante?

“A mí me gusta Los poemas de Sidney West. Después, en general, y como le pasa a todo el mundo, hay una gran insatisfacción. Por eso uno no puede ver bien qué le pasa a los demás con su obra.”

¿Pensás que te van a dar el Premio Nobel? Te lo preguntamos porque un grupo de lectores de la Patagonia nos piden que nos hagamos cargo de pedir el Nobel para Juan Gelman.

“No se hagan cargo. No jodan. Yo soy de Atlanta, ¿cómo me van a dar el Nobel?”
Prende su décimo cigarrillo y se frota un poco los ojos. Todavía le queríamos decir muchas cosas. Todavía le queríamos preguntar tantas más. Pero nos dimos cuenta que Juan Gelman ya había dicho todo lo que quería decir. Nos levantamos y no pudimos evitar darle un abrazo. El tipo medio sonrió y aceptó nuestras efusiones.
Se fue de la cafetería con el mismo aire despreocupado con que una hora antes había llegado hasta nuestra mesa. A nosotros todavía nos duraba la emoción, la misma que sigue presente mientras escribimos estas palabras.
“¡Quién pidiera agarrarte por la cola fantasmanieblamagiapoesía!”