29 nov 2007

Entrevista a Juan Gelman, premio Cervantes 2007


por Sáez y Rimondino


En 2003, Carlos Santos Sáez y Adrián Rimondino se encontraban con Juan Gelman para darle forma a una entrevista que saldría publicada en el número 19 de Lea. A pocas horas de que Gelman sea premiado con el Premio Cervantes, queremos recuperar ese encuentro para nuestros lectores virtuales.



¿Cómo será encontrarse cara a cara con el tipo que más ha influido en nuestras vidas? ¿Cómo será abrazar a quien nos enseñó a leer poesía?
Para los autores de esta nota, entrevistar a Juan Gelman era mucho más que sentarse a tomar un café con el más grande poeta argentino de todos los tiempos, era estar cerca del hombre que trazó la imagen del escritor . Desde Gelman se podía ser comprometido y experimental, seductor y emotivo, sin dejar de ser brillante.
Los autores de esta nota charlaron largamente sobre los pormenores del reportaje antes de realizarlo. Releyeron la obra completa. Se asomaron maravillados a sus nuevos poemas. Discutieron sobre influencias, cuestiones líricas diversas, detalles imperceptibles para el ojo humano. Recordaron anécdotas variadas de muertos queridos, minas levantadas con versos ajenos, mujeres que se parecían a la palabra nunca.
¿Cómo sería encontrarse con Juan Gelman?

El momento tan esperado

Tiene las manos grandes el tipo, y saluda con firmeza. Nos sentamos a tomar un café. Gelman pide un cortado. Prendemos el grabador y largamos el rollo inicial, -largamente ensayado-, para romper el hielo. Tratamos de explicar nuestra admiración por su obra y por su persona. No nos hace mucho caso preocupado por otras cosas. “¡Pero esto es un café con leche!” reclama a voz en cuello, se para y va hacia el mostrador. Regresa con una taza más pequeña. “Perdón, pero quería un cortado, no un café con leche. ¿De qué estábamos hablando?” Rebobinar el discurso es imposible. Flota cierto aire de frustración en la escena.

Usted nos marcó la vida... (le disparamos sin anestesia, todavía sin animarnos a tutearlo).
“No fue mi intención”, responde con una sonrisa entre amable y canchera.

¿Usted es consciente de la influencia que ha ejercido su obra sobre varias generaciones de argentinos? (Lo incomoda la pregunta. Se vuelve a parar. Trae un sobrecito de azúcar, lo sacude y lo vuelca en la taza. Sonríe)

“Yo soy un inconsciente, ¿qué les puedo decir? ¿Cómo voy a ser consciente de algo?.” (Dice con voz cavernosa y comienza a reír con fuerza)
Reímos todos, con cierta complicidad sobre algo que todavía no ha sucedido, pero que los tres sabemos.
“Hay una cantidad de tipos que han usado mis poemas para levantar mujeres.” Afirma y nos mira fijo. Le confesamos que nosotros también lo hemos hecho, y le agradecemos la gauchada. Cambiamos impresiones sobre distintos tipos de levantes, sobre qué poemas corresponden a cada mina, y otros temas trascendentes.
“Una vez me pasó una genial,” empieza a contar entusiamado, “resulta que estaba con Mario Benedetti, y con Daniel Viglietti, nos cruzamos acá en Buenos Aires y nos hicieron un reportaje por radio. Era en un café y había chicas y muchachos de la radio. Cada uno había sacado un libro recientemente. Entonces le pidieron a Mario que leyera un poema, cosa que hizo, y después me pidieron a mí que leyera un poema, cosa que hice. Abrí el libro y leí un poema de amor. Cuando terminamos la grabación, una chica que estaba ahí se me acercó y me dijo: ‘¿Ese poema es suyo’?, le digo ‘Sí’. Me dice ‘¡Hijo de puta!’. Le digo, ‘Mire, yo sé que no es muy bueno, pero soy una buena persona’. Dice: ‘no, no lo digo por usted, estoy hablando de un novio que tuve, que me engrupió que me lo había escrito él’.” (Ríe a carcajadas Gelman, con ganas, tiene tanta vida en esa risa que contagia).
No nos damos por vencidos e intentamos hablar sobre la utilidad de la poesía, sobre los temas de su poética y otras yerbas semejantes, pero Gelman quería seguir conversando sobre cosas trascendentes.
“Un gran poeta decía que ojalá sus poemas sirvieran por lo menos para envolver café, que se hicieran cartuchos de café con las hojas escritas, como se hacía antes en los almacenes. Me conformo con que los míos sirvan para encontrar mujeres...” Dice a media voz, con una seguridad apabullante.
Lo contradecimos. Le queremos confirmar que sus versos también sirvieron para que muchos se dedicaran a escribir poemas.
“¿Yo qué culpa tengo?”, se defiende.
Queremos cambiar el rumbo de la charla. Le confirmamos que varias generaciones de poetas han sido fuertemente influenciados por su obra.
“A mí me resulta muy difícil medir todo eso.” (Responde nuevamente incómodo)
Le contamos que la suya es una influencia mucho más que literaria, que la cuestión es leer o no leer poesía, y que sus libros crean lectores de poesía.
“Bueno, me alegro que sea así.” (Quiere terminar con el tema)
Mientras tanto, Franco (también emocionado) ronda la mesa y lo fotografía. Gelman fuma de tal manera que provoca ganas de fumar. Ríe con tantas ganas que contagia la risa. Tensa cada palabra con tanta voz que convence de la posibilidad del poema.
“Cada poeta encuentra y respeta su propia voz.” Dice pausadamente, casi subrayando. “Cada poeta propone algo distinto. Eso es lo extraordinario en la poesía, ¡tantos buenos poetas, tanta riqueza, tanta variedad!, la misma que hay entre los seres humanos. En eso nos parecemos todos, en que todos somos distintos. Eso es lo que pasa con los poetas.”
Damos vuelta alrededor de sus obsesiones: el amor, la niñez, la revolución, la muerte, y nos trasladamos a su casa en Villa Crespo, en la década del 30, cuando empezó a escribir poemas, a los ocho o nueve años.
“Era un semi conventillo eso. Una de esas casas chorizo, largas.” Le gusta recordar ese lugar y esa época. Habla con soltura y alegría. “Vivíamos nosotros en la parte de abajo, con mi hermano mayor, mi hermana y mis viejos, desde luego. Arriba vivían unos señores de los que no tengo muchos recuerdos. Lo que sí me acuerdo es que eran tipos que les gustaba ir a cazar. Entonces mi hermano, que me llevaba casi veinte años, los acompañaba para llevarles el morral. Cada vez que los acompañaba, le pagaban con una liebre o dos. Esa noche había fiesta en la cocina.” Cuenta con pasión. Tiene más ganas de mostrarnos un álbum de fotos viejas que de desmenuzar su poética. “Después nos mudamos a una casa, cerca de ahí, pero ya era una casa. Estábamos mejor, la familia estaba mejor.”
Villa Crespo, Atlanta, la milonga, allí empezó a escribir Juan Gelman.
“En joda me gusta decir que empecé a los nueve años”. Sonríe melancólico bajo los lentes oscuros que no se sacó en toda la entrevista. “Por otro lado es cierto, a los nueve años me enamoré de una vecinita de once. Entonces le empecé a mandar poemas que yo le saqueaba a Almafuerte y le decía que eran míos ¡Yo también hice eso!. Y nada… no había caso… no la podía convencer. Entonces dije, ‘bueno, si no la convenzo con Almafuerte a lo mejor la convenzo yo’. Empecé a escribir versos, pero tampoco la podía convencer. Entonces me di cuenta de que el tema era otro, de que el amor pasaba por otro lado.”
Intentamos entonces, recrear el momento en que uno se da cuenta de que la poesía, ya no es solamente una manera de expresar un sentimiento.
“Y habrá sido a los veinte años, más o menos.” Confiesa. “Con el grupo El pan duro. En el 54. Ahí estaban Héctor Negro, Carlos Somigliana, Hugo Di Taranto. El propósito era editar, pero también era una especie de encuentro donde hablábamos de poesía y de todo lo que venía a cuento. Después, en los 60 se acercó gente como Juana Bignozzi. Pero el grupo inicial estaba ahí. Hacíamos recitales en clubes y cada uno presentaba un libro. Entre nosotros votamos cuál era el orden de aparición, y me tocó salir primero con Violín y otras cuestiones, que se publicó en 1956. Una vez que hicimos un recital apareció Raúl González Tuñon, leyó el libro, le gustó y le escribió el prólogo. Casualmente ayer estaba en una disertación, y estaba Nélida, su viuda, que me dejó una carta.”
El recuerdo de Raúl González Tuñón ocupa una gran parte de la conversación.
“Admiro de González Tuñón, en primer lugar, su poesía, y también su actitud vital. Era un hombre muy libre, muy generoso con los jóvenes que se le acercaban. Irradiaba una influencia que no era sólo a través de los libros, sino que era una cosa personal, lo que hoy se podría considerar una pérdida de tiempo, como salir a tomar una ginebra o un café con la gente joven que lo iba a ver. Realmente yo lo quise mucho, aparte de que me parece un gran poeta.”
Aprovechando su entusiasmo le preguntamos cuáles son los grandes poetas de la literatura argentina. “Tenemos bastantes. Tenemos a Oliverio Girondo, a Juan L. Ortiz, a Edgard Bailey, a Francisco Madariaga, a Paco Urondo…La poesía argentina siempre ha sido una cosa que, a pesar de todo, no se agotó. Hoy hay grandes poetas como Jorge Boccanera. Atención, que es un caso serio. Acaba de publicar un libro que se llama Bestias en un hotel de paso, que me parece extraordinario.”

Nos lanzamos a fondo y nos animamos a tutearlo: De tus cuatro primeros libros, Gotan es el primer signo de rompimiento. A partir de ahí, la evolución es constante. Tu poesía se fue complejizando. Pero por otro lado, siempre tuviste una intención enorme de difundir el género. Recordamos tus trabajos con el Tata Cedrón, diciendo poemas, él musicalizando... que terminaron con una ópera en la Boca, en el año 74, que se llamaba “El gallo cantor”.

“Eso era una cantata (corrije inflexible). Estrenamos una especie de ópera en el año 72. Se llamaba la Bicicleta de la muerte”.

Tratamos de disimular el error: Tu obra se fue complejizando, pero siempre quisiste que la poesía fuera popular. A través de la música, de recitales... Sin embargo, no hiciste ninguna concesión para que el público la entendiera mejor.

“Desde el punto de vista de la escritura, nunca pensé en el público. Lo siento mucho, pero es así. No se puede ser infiel a uno mismo, porque estás siendo infiel a tus lectores. En ese sentido, yo creo que no incurrí en concesiones. Pude haber cometido errores en todos estos años, pero nunca tuve la voluntad de hacer poesía popular. Hago la poesía que me sale, ¿qué otra cosa les puedo decir?. La poesía no es una cuestión de voluntad. A diferencia de la prosa, no se puede uno sentar a escribir poesía. Eso es imposible.”

¿Trabajás muchos los poemas?

“No, pero tiro. Este último libro (Valer la pena) tiene unos ciento treinta poemas breves, pero debo haber tirado muchos más. Cuando el poema no está logrado, corregir mucho es deformar. Estará bien o mal, pero es lo que me ocurre, lo que he hecho. Hay poetas que, efectivamente, corrigen mucho, pero no es mi caso. Aunque estés encima constantemente, no terminás un poema. Se cansa el lector y se cansa el poeta”.

¿Le interesará realmente lo que le preguntamos? Ante la duda, seguimos. ¿Cómo surge la idea de Los poemas de Sydney West, de ese rompimiento y búsqueda de otra estructura de poesía?

“Lo que pasa es que yo estaba demasiado metido en problemas. Aparte, la situación general del país era jodida en el ‘64.”

Como siempre...

“Sí, pero no tanto como ahora. Y, bueno, estaba encerrado en eso. La intimidad es una parte de la subjetividad pero no es toda la subjetividad. Te encerrás ahí y dejás de recibir y escuchar al mundo. Entonces dije, bueno, vamos a invitar un tipo, que no soy yo, a ver qué dice. Primero me salió un inglés, que escribió un montón. Después vino un japonés, pero que, como buen japonés, escribió muy poco... `hombre blanco querer aprovechar hombre amarillo´ (Risas). Después apareció Sidney West, que son poemas que incluso escribí en redacciones y cosas por el estilo. Ahí me parece que, lo que me preocupaba (yo tenía casi cuarenta años) era la idea de la muerte, una idea que, no sé a ustedes, pero a uno lo acecha cada vez que redondeás los cuarenta, los cincuenta…”

Allí surgen los lamentos…(Nos referimos a los títulos de los poemas de ese libro).

“Claro.”

No desconcertamos ante su nueva parquedad, pero seguimos: Los poemas de Sidney West es uno de los libros de poesía más bellamente editados en la Argentina.

“Eso lo hizo Willy Schavelzon, en Galerna. Yo le había propuesto hacerlo como salió una vez un libro de Raúl González Tuñón, que venían la tapa y las hojas sueltas, de modo que si vos querías podías pegar un poema en la pared, tirar los demás, usarlo de otro modo... Era el papel que se usaba entonces para envolver la mortadela en los almacenes”.

Gelman está ahora esperando otra pregunta, parece divertirle nuestro desconcierto. Ahora estás viviendo en México, ¿es definitivo?

“Bueno, todo lo definitivo cambia. Pero por ahora sí, claro”.

Te fuiste de la Argentina en el año 75.

“Sí, pero a Europa. Primero a Italia como corresponsal de Crisis (la mítica revista de los setenta dirigida por Eduardo Galeano). Después con el tiempo me reciclé como traductor supernumerario. (Se detiene y recuerda algo) Había una película de Pepe Arias, que no sé si ustedes se acuerdan... yo me cagaba de risa de la palabra supernumerario. México vino después”.

¿Porqué no volviste en el 84, cuando terminó la dictadura?

“Había un juez que me había abierto un proceso, no sólo a mí, sino también a un grupo de compañeros. Y a mí nadie me dio noticias. Yo estaba por volver, en el ´84, y un amigo me dice: ‘mirá, Juan, acá tenés un juicio abierto, si venís te meten en cana´. Después empezaron todas las historias, hasta que a fines del 87 pude volver, aclarar la situación, y la Cámara Federal ordenó el sobreseimiento. Yo tenía prisión preventiva, pero para que yo volviera, el juez me fijó una caución de veinte mil dólares para no ir en cana. Me acuerdo que en Página/12 salió en ese recuadrito de tapa, un tipo diciéndole a un juez: ‘oiga, pero no es el de la mayonesa, ¿no?’. Mi nietito mexicano, que tiene cinco años, está convencido que soy el dueño de la mayonesa”. (Nuevas risas)

Aprovechamos su buen humor. Así como recordamos la casa de Villa Crespo, ¿cómo fue la primera casa del exilio?

“Fue en Italia, la agencia de noticias para la que trabajaba tenía una especie de departamentito para visitantes, así que me dejaron vivir ahí. Estaba en el centro histórico. Una vez fui a recibir a un compañero que llegaba a Italia también, que yo iba a alojar, y entonces me dice: ‘¿dónde vivís?’. Le digo: ‘ahí, enfrente del Mercado´. Me dice: ‘Ah, qué bien... se puede comprar verdura fresca’. Le digo, ‘mirá, cerraron ahí los boliches hace dos mil años...’ Es curioso, porque el departamento era una especie de palacio chico. Estaba elevado sobre ladrillos romanos; y en el sótano todavía había restos de frescos romanos. Eso es lo que pasa en Roma, hay tres ciudades encimadas. Y ahí lo habían divido en departamentos chicos, era una especie de conventillo también. Todo el mundo se conocía. Había una señora que había sido enfermera en la Primera Guerra Mundial. Y teníamos una gran relación, hasta que me vio lavando platos y me retiró el saludo. Un hombre no puede mostrarse lavando platos en Roma.”

Ahí aparecieron los poemas de Exilio, el libro que hiciste con Osvaldo Bayer.

“Sí, con él. A pesar del exilio y de la militancia política, la poesía siempre estuvo ahí. Pero a veces se interrumpió durante un tiempo. Así ocurrió en el exilio. Desde luego hay ciertos vaivenes de la vida que, por lo menos en mi caso, te impactan de tal manera que... Además hay otra cuestión. Yo escuchaba italiano todo el tiempo, y es una lengua muy líquida, que se te mete en la oreja, y no tenía nada que ver con lo que yo sentía. Salía de una dictadura, después de todo lo que pasó, y no podía escribir. Lo que hice para sacarme eso de encima fue escribir sonetos pornográficos en romanesco, en dialecto de Roma, que es bastante parecido al lunfa, ¿sabés?, en la cuestión de los sonidos, en el cambio de sonidos... como cuando Carlitos (Gardel) dice por ahí ‘sertimientos’. Ellos también cambian una letra por otra. Y de ese modo, conseguí sacarme eso de la oreja. Cuando trabajaba en la agencia me había inventado un personaje que se llamaba el nono; escribía los sonetos, iba al laburo y los tanos se cagaban de risa.”

Escucharías más tango que nunca... ¿siempre fuiste un fanático del tango?. Nos acordamos de poema “Anclao en París”, tus trabajos con el Tata Cedrón...

“Hay un cariño irónico en todo eso. Yo fui milonguero. A los quince años salíamos a bailar con toda la barra. En Atlanta lo escuché a Pugliese por primera vez”.

De tus libros, ¿cuál es el que sentís más importante?

“A mí me gusta Los poemas de Sidney West. Después, en general, y como le pasa a todo el mundo, hay una gran insatisfacción. Por eso uno no puede ver bien qué le pasa a los demás con su obra.”

¿Pensás que te van a dar el Premio Nobel? Te lo preguntamos porque un grupo de lectores de la Patagonia nos piden que nos hagamos cargo de pedir el Nobel para Juan Gelman.

“No se hagan cargo. No jodan. Yo soy de Atlanta, ¿cómo me van a dar el Nobel?”
Prende su décimo cigarrillo y se frota un poco los ojos. Todavía le queríamos decir muchas cosas. Todavía le queríamos preguntar tantas más. Pero nos dimos cuenta que Juan Gelman ya había dicho todo lo que quería decir. Nos levantamos y no pudimos evitar darle un abrazo. El tipo medio sonrió y aceptó nuestras efusiones.
Se fue de la cafetería con el mismo aire despreocupado con que una hora antes había llegado hasta nuestra mesa. A nosotros todavía nos duraba la emoción, la misma que sigue presente mientras escribimos estas palabras.
“¡Quién pidiera agarrarte por la cola fantasmanieblamagiapoesía!”

26 nov 2007

Marihuana y Literatura

por Enzo Maqueira

Cannabis sativa es el nombre científico de la planta de cáñamo o marihuana, de la cual se produce también el hachís. La cannabis acompaña al ser humano desde hace por lo menos diez mil años, simultáneamente al descubrimiento de la agricultura en el Viejo Mundo. En su libro, Castilla cuenta que los restos más antiguos de fibra de cáñamo descubiertos en China y en Turquestán son del siglo XVII a.C. y la alusión más remota tal vez sea de los primeros Vedas. En el Atharva se lo menciona como bebida favorita de Indra, dios guerrero que representaba a los invasores arianos. El nombre sánscrito es sana, que significa “transformación de la rutina sensorial”. Otros nombres con los cuales se designa al cáñamo son igualmente auspiciosos, como “vijohia” (“fuente de felicidad”) o “ananda” (“fuente de vida”).
En África, el consumo del cannabis era frecuente entre pigmeos, zulúes y hotentotes, quienes la utilizaban en sus rituales religiosos y como remedio curativo. Es que, además de sus efectos embriagantes, la marihuana constituía una medicina para muchos pueblos de la antigüedad. La primera referencia escrita que existe en ese sentido data del año 2700 a.C., cuando es citada por Shen Nung, el padre de la medicina china. Algunos cientos de años más tarde, el profeta persa Zoroaster da al cáñamo el primer lugar en el texto sagrado Zend-Avesta, que incluye más de diez mil plantas medicinales.
Hubo una época y un tiempo en el cual el hombre consumía la marihuana sin culpas. Y no fue hace tanto.

Sexo con negros y delincuencia mexicana

La cannabis sativa fue prohibida en 1937, merced a la voluntad de los Estados Unidos. Terminada la Ley Seca, fue necesario encontrar un espacio para que el aparato construido alrededor de esa prohibición mantuviera un sentido y, sobre todo, permaneciera intacto el nivel de vida de un inmenso número de oficiales. La elección recayó en la marihuana, cuyo consumo se había extendido en aquel país – sostenían los funcionarios norteamericanos – por culpa de negros y mexicanos. Claro que había otra razón para prohibir a la marihuana. Durante la primera mitad de la década del treinta, la industria del papel de cáñamo comenzaba a cobrar impulso. Al mismo tiempo, la empresa Dupont patentaba el tratamiento químico de la pulpa de madera. La lucha de intereses entre los productores de papel de cáñamo y pulpa de madera se inclinó rápidamente a favor de éstos últimos, asociados con la prensa y el poder. Había que prohibir el cultivo de cáñamo y modificar la actitud de las población hacia la marihuana para que no prosperara su industria. Y así se hizo.
Un afiche propagandístico de la época muestra a una mujer blanca cayendo de una escalera, con una jeringa de verdes fluidos clavada en su brazo. “El consumo de marihuana hace que las mujeres blancas pierdan el control y sientan ganas de tener relaciones sexuales con negros”, dice el afiche que constituyó la piedra fundamental de un nuevo mito: la demonización de la cannabis.
La responsabilidad de convertir a una planta medicinal en el enemigo público número 1 de los Estados Unidos recayó sobre Harry J. Anslinger, quien por radio y en periódicos difundió la historia de una hierba maligna que crecía en los campos, las márgenes de los ríos y las orillas de los caminos. Anslinger y sus hombres asociaban directamente el consumo de marihuana al aumento de la violencia, principalmente por parte de negros y mexicanos. Estados Unidos había sufrido la gran depresión de 1929 y la inmigración mexicana, dispuesta a emplearse por salarios bajos, era vista como una amenaza para los trabajadores locales. En un país siempre dispuesto a subrayar las diferencias, la demonización de la marihuana llegó de la mano de la segregación racial. De hecho, se decía que los hombres de Pancho Villa la consumían frecuentemente, y que la daban a los niños en las puertas de las escuelas.
Mientras Anslinger avanzaba con su campaña, la Asociación Médica Americana encontraba cada vez mayores indicios de las posibilidades medicinales de la marihuana. Pero la suerte de la cannabis estaba echada y una confusión semántica terminó con sus años de legalidad. Cuando Anslinger testificó ante el congreso que la “marijuana” era la droga mayor causante de violencia conocida por el hombre, la Asociación Médica Americana sólo supo que ese nombre todavía poco conocido hacía alusión a la cannabis sativa dos días antes de la reunión del congreso, cuando ya fue demasiado tarde.
A pesar del éxito de la campaña, la planta fue nuevamente legalizada algunos años más tarde, en la Segunda Guerra Mundial. A través de un filme llamado Hemp for Victory (Cáñamo para la Victoria), el gobierno estadounidense promovía su cultivo para usos bélicos. Con las fibras de la cannabis se fabricaban lonas, aparejos, velas navieras y otros pertrechos de guerra. Por supuesto, cuando terminó la contienda la prohibición fue nuevamente instaurada. Pero, para estas alturas, el discurso de Anslinger se había adecuado a las nuevas necesidades, aún a pesar de contradecir sus dichos anteriores. El padre del prohibicionismo recorrió 1948 afirmando que el uso de la marihuana provocaba que los consumidores fueran tranquilos y pacifistas. “A través del cannabis – decía Anslinger – los comunistas logran que los americanos pierdan el deseo de luchar”
Mientras Estados Unidos demonizaba al cannabis, en Europa la ilegalidad ya había hecho su entrada a partir de la iniciativa de Inglaterra. El plan inglés era usufructuar el consumo de marihuana en sus colonias de Asia y África, en donde estaba muy arraigado, mientras se reemplazaba paulatinamente por el tabaco y el alcohol. Sin embargo, las colonias no aceptaban los nuevos productos occidentales. En Egipto, el hachís (derivado de la cannabis) se convirtió en un símbolo de subversión contra el imperio, y lo mismo ocurría en Argelia, Túnez y Libia, por entonces colonias francesas. Hacia 1925, a solicitud de Inglaterra y con la firma de otras potencias de la época como Francia, Bélgica y España, el cáñamo ya era una sustancia controlada.
Alicia Castilla tiene algo más de cincuenta años, vivió una buena parte de su vida en Brasil y hace algún tiempo regresó a su natal argentina. Con los últimos pesos que salvó del corralito publicó Cultura Cannabis, un compendio de información sobre la marihuana que tiene como objetivo cambiar la percepción que tiene la sociedad acerca de su consumo. La idea de Castilla es desterrar el estereotipo del drogadicto sucio, enfermo y peligroso y demostrar que el uso de “plantas mágicas” es un recurso válido que, además, abre las puertas de la libertad. “La prohibición de la marihuana está en el subconsciente – explica en diálogo con Lea – La sociedad construye al demonio. Se dice que la marihuana es mala, pero el único mal que hace viene del mismo sistema. El único problema que puede tener quien fuma marihuana es saber qué hacer si va preso”. Según Castilla, la marihuana es una droga que está en contra del sistema. “En cambio – dice – la cocaína reverencia al sistema, te dice que tenés que trabajar más y que tenés que ganar más plata”.

Un etcétera azul

Si se trata de liberarse de las ataduras del sistema, no es casual que los artistas se sientan atraídos por la marihuana. Además, surge como la primera de las puertas que es posible abrir para derrumbar los límites establecidos, y a su facilidad de consumo se le agregan algunos datos que son la punta de lanza de quienes piden por su legalización: propiedades medicinales comprobadas, bajo o nulo nivel de adicción y efectos secundarios menos peligrosos que los provocados por el alcohol o el tabaco.
Una de las primeras referencias literarias que existen acerca de la marihuana pertenece al escritor francés Francois Rabelais (1494-1553) quien, en Gargantua et Pantagruelion, dice:

“Por el poder de esta hierba, las sustancias invisibles se dejan ver, tocar y como aprisionar. Con su fuerza y empuje, las grandes y pesadas muelas giran ágilmente para insigne provecho de la vida humana. Y me asombro de que el invento de este uso haya quedado por tantos siglos oculto a los antiguos filósofos, vista la utilidad inapreciable que procura, visto el trabajo intolerable que sin ella, por la retención de las corrientes aéreas, las naves pueden zarpar de los muelles y ser llevados al arbitrio de sus gobernantes. Gracias a ella, las naciones, que la naturaleza parecía conservar escondidas, vienen a nosotros y nosotros a ellas”.

Aunque no dice nada en sus libros, William Shakespeare (1564-1616) sería otro de los escritores que fumaron cáñamo antes de que su consumo se extendiera entre los intelectuales europeos. En 2000, un diario inglés publicó que se encontraron pipas de su pertenencia, con restos de marihuana.
La entrada de la cannabis en los círculos intelectuales europeos data de siglo XIX y fue una de las consecuencias de las invasiones francesas en África. Según Alicia Castilla, un decreto de Napoleón Bonaparte para prohibir el hachís en Egipto, resultó en el gesto necesario para llenar de curiosidad a los artistas de la vanguardia francesa. Napoleón había prohibido el consumo de hachís en aquel país - entonces dominado por Francia – porque quienes lo fumaban “pierden la razón y son tomados por delirios violentos”. No hizo falta mucho más para que Charles Baudelaire, Jean-Jacques Feuchère, Henri Monnier, Delacroix, Roger de Beauvoir y Teóphile Gauthier incursionaran en el mundo de la maría. Baudelaire escribió en el soneto "La vida anterior", los efectos del hachís. Gauthier contó su experiencia en Le club des hachischins:

“Mi cuerpo se disolvía y se hacía transparente. Dentro de mi cuerpo notaba el hachís como una esmeralda chispeante con miles de chispas de fuego. Mis pestañas se alargaron indefinidamente, como despegándose, como hilos de oro desde husos de marfil que giraban espontáneamente a toda velocidad”.

De la misma época es “Coin de tableau”, de Charles Cros (1842-1888), poema incluido en Le Coffret de Santal (1873) con el epígrafe “impresión de hachís”.
Entre los escritores franceses del siglo XIX, pocos incursionaron tanto en las drogas como Guy de Maupassant (1850-1893). Sin embargo, las dosis de hachís, opio, morfina y éter que consumía se debían a la recomendación médica para tratar sus enfermedades. Su compatriota, René Daumal (1908-1944), era consumidor de Tetracloruro de carbono, hachís y opio. A los 36 años murió tras una sobredosis de láudano.
La entrada del cáñamo en la Europa intelectual despide el siglo con Arthur Rimbaud (1854-1891), cuyo poema "Vocales" y un fragmento de las Iluminaciones, hacen clara alusión a la planta. Al final de su vida, el poeta francés utilizaba el hachís para calmar los dolores del cáncer.
Aunque los franceses fueron los más apasionados a la hora de incursionar en el uso de la cannabis, también sintieron interés los poetas ingleses Samuel Coleridge (1772-1834) y William Yeats (1865-1939). Coleridge, además, consumía opio y láudano. Yeats también fumaba opio y participó de experimentos psicológicos con mescalina, una sustancia extraída de ciertos tipos de cactus.
El caso de otro francés, Henri de Monfreid (1879-1974), es digno de destacar; no solo consumía el hachís (hecho documentado en su obra La croisiére du hachisch), sino que además lo traficaba durante sus viajes entre África y Europa.
A principios del siglo XX, el cáñamo comienza a aparecer entre los intelectuales de América. El escritor colombiano Porfirio Barba Jacob (1883-1942) fumó por primera vez marihuana en México, una noche en la cual un diluvio causó más de seis mil víctimas. Jacob era periodista y tuvo que cubrir la catástrofe. De aquella primera experiencia relató: "Yo celebré mis nupcias con la Dama de Cabellos Ardientes. Fue una noche de tormenta horrísona cuando la ciudad se había inundado hacia los barrios obreros y seis mil cadáveres pregonaban la inocencia de la catástrofe...". Barba Jacob es uno de los escritores latinoamericanos que más interés demostró por la marihuana, presente en sus poemas "La balada de la alegría", "La dama de los Cabellos Ardientes", "En la Muerte del poeta" y "Acuarimantima". En 1921, mientras era director de la Biblioteca Pública de Guadalajara, en México, recibió la visita del español Ramón del Valle Inclán. En la biografía que escribió el escritor colombiano Fernando Vallejo, se dan algunos detalles de este encuentro. "De esta visita dieron cuenta los periódicos; de lo que no la dieron fue de que el poeta y su ilustre huésped allí estuvieron fumando marihuana". En 1934, el periodista José Pérez Nuño entrevistó a Jacob en Tampica para el diario "La Tribuna" de México. Conociendo los escándalos que había provocado en muchos países por su consumo de marihuana, le preguntó qué sentía al fumar.

- Me siento una etcétera azul - respondió el colombiano.

La generación Beat

La simbiosis entre literatura y marihuana vivió su época de esplendor durante la década del cincuenta y a principios de los sesenta, con la aparición en Estados Unidos de un grupo de escritores que se conoció como la “Generación Beat”.
William Burroughs (1914-1997), Neal Cassady (1920-1968), Jack Kerouac (1922-1969) y Allen Ginsberg (1926-1998), entre otros, hicieron del consumo de todo tipo de sustancias (principalmente marihuana, mescalina y lsd) uno de los pilares de un movimiento contracultural que luego serviría de apoyo al advenimiento de la cultura hippie.
En El almuerzo desnudo, Borroughs relata sus experiencias con distintas sustancias y sienta las bases de la cultura de los junkies, los jóvenes que exploran sus mentes con el uso de todo tipo de psicotrópicos. El “beat” local, Miguel Grinberg, cuenta en Beat days (Galerna) que los hábitos de Burroughs lo llevaron a eludir el acoso de la Justicia en lugares equidistantes como México, Marruecos y Perú. Burroughs dejó una monumental obra en donde se destacan La máquina blanda y Nova Express.
El caso de Neal Cassady es algo diferente. Consumidor de marihuana y peyote, no publicó un solo libro mientras vivió (El primer tercio se publicó en forma póstuma) pero, según Grinberg, “disfrutó desenfrenadamente”. La vida de Cassady inspiró a los “beatniks”, los adeptos de la generación beat, y sus cartas fueron la clave para que Kerouac creara su prosa espontánea. Cuando Kerouac falleció, Cassady adhirió a una tribu psicodélica intinerante de Ken Kesey, autor de Atrapado sin salida.
Consumidor de marihuana y bencedrina, Jack Kerouac es el autor de En el camino, un libro emblema de los beats. Pero, aunque sus personajes recorren Estados Unidos acumulando experiencias y sensaciones, el verdadero viaje es hacia adentro. De esta forma, los límites legales y morales que rompen no tiene nada que ver con la rebeldía, sino con la esperanza de hallar algo en qué creer. Keoruac y los beats buscaban que Dios les mostrara su rostro, y la marihuana les daba los ojos necesarios.
En una carta que Miguel Grinberg reproduce en su libro, Allen Ginsberg escribe acerca de una nueva evolución del ser humano y dice que “la exploración del espacio es secundaria y sólo triunfante en limitadas áreas de conciencia; por cuanto una evolución o una exploración científica de la conciencia misma (cerebro y sistema nervioso) es la ruta inevitable del hombre”. En tiempos de los primeros pasos de la Revolución Cubana, Ginsberg descree de una Revolución que no construye una nueva sociedad lejos del viejo estilo de conciencia humana. “¿Cómo eludir la rigidez y la éstasis de conciencia cuando la mente del hombre es sólo palabras y sus imágenes son proyectadas continuamente en cada cerebro por la interconectada malla de radio, TV, diarios, telégrafos, discursos, decretos, leyes, teléfonos, libros, manuscritos?”, se pregunta, para luego reivindicar el derecho como poeta a usar marihuana. “Ninguna Revolución puede tener éxito si prosigue la puritana censura de conciencia impuesta al mundo por Rusia y los Estados Unidos – agrega - ¿Triunfar en qué? Triunfar en liberar a las masas de la dominación por los secretos Monopolistas de la comunicación”.
Jaqueados por la guerra de Vietnam, con el mundo partido bajo la tutela de las dos grandes potencias de la Guerra Fría y un mosaico de figuras emblemáticas elevandos voces de cambio, los escritores de la generación beat buscaban un nuevo hombre que nada tuviera que ver con aquél que había llevado las cosas tan lejos. La marihuana, el peyote, los hongos alucinógenos, el ácido lisérgico y la ayahuasca aparecían como medios necesarios para elevar las conciencas y destruir la vieja sociedad.

Pánico y locura

La generación beat y Timothy Leary (1920-1996) llevaron a una buena cantidad de jóvenes de los años sesenta a la búsqueda de la espiritualidad a través del consumo de drogas. Leary fue uno de los inspiradores de la revolución contracultural de la década. Psicólogo y profesor de la Universidad de Harvard, escribió libros en donde alentaba el consumo de marihuana, lsd, hongos y mescalina para llevar a la sociedad occidental a un nuevo estadio espiritual. Sus obras La política del éxtasis (1968) y La psicología del placer (1969) consituyeron la base del movimiento hippie.
A Leary le pasa factura Hunter Thompson (1937-2005) en su novela Miedo y asco en Las Vegas (1971), llevada al cine en 1998. Tras relatar una estadía en la ciudad del pecado en donde la protagonista principal es una valija repleta de todo tipo de drogas, Thompson termina replanteando las enseñanzas de Leary. A diferencia de lo que ocurre con otros escritores, la experiencia alucinógena que relata Thompson en Las Vegas se emparenta con el caos, el delito y la violencia.
Tampoco tiene una visión optimista del tema el escritor colombiano Fernando Vallejo (n.1942) quien en El fuego secreto (1987) narra historias de droga y homosexualidad, en las calles y cantinas de Medellín y Bogotá. En El desbarrancadero vuelve a asociar a la marihuana con la homosexualidad. Esta vez, al personaje gay – fumador de marihuana – le espera el destino reservado para todos aquéllos que gozan de los placeres prohibidos: el Sida.
La asociación que Vallejo hace entre marihuana y marginalidad se aproxima bastante al mito del drogadicto que hoy prevalece en el imaginario social. Que la marihuana es la puerta de entrada al consumo de otras drogas más peligrosas, que quienes fuman son sucios y vagos, junto con otros saberes populares, dejaron a la cannabis sativa muy lejos de las intenciones que tenían aquellos primeros intelectuales franceses que la consumían con refinamiento y curiosidad estética. A pesar de los mitos, la realidad indica que fumar marihuana está lejos de ser un vicio de grupos aislados de violentos. Según estimaciones de Wilbur Grimson, ex titular de la Secretaría de Programación para la Prevención de la Drogadicción y Lucha contra el Narcotráfico (SEDRONAR), el consumo de cannabis en la Argentina alcanzaría hoy al 10% de la población.
Entre los escritores locales, sin embargo, no parece ser una costumbre demasiado arraigada (ver recuadros). Las referencias a la marihuana no abundan y, de las figuras del Olimpo literario autóctono, sólo se sabe que Julio Cortázar (1914-1984), tras su divorcio de su primera mujer, cambió algunas de sus costumbres y adquirió nuevos hábitos, entre ellos, fumar cannabis.
Una de las razones posibles es que si bien se trata de una droga conocida desde hace siglos, recién en los últimos años experimentó en el país una expansión importante, sobre todo entre los jóvenes (Grimson estima que la mitad del 10% que fuma marihuana está constituida por personas de entre 16 y 20 años, es decir, unos dos millones de jóvenes). El estante de literatura contemporánea argentina es un sitio de las librerías que se reserva a escritores maduros. Para la escena local, un escritor joven tiene más de treinta años y quienes corren desde atrás apenas encuentran resquicios. De esta manera, los estudiantes de Letras que la revista Noticias descubrió fumando marihuana (ver Lea Nº32) en clase tendrán que esperar algún tiempo para dejar plasmadas en sus libros, implícita o explícitamente, sus experiencias con la planta. Es muy probable que, de existir tal cosa, la “literatura del porro” aparecerá en la Argentina recién en algunos años. Mientras tanto, serán solo referencias aisladas como las que ya han comenzado a surgir entre los nuevos narradores o entre escritores “modernos” como César Aira.
Aún así, Alicia Castilla dice que la droga que hoy usan los escritores y periodistas del mundo no es la marihuana, sino el prozac, un antidepresivo que libera la zona del cerebro en donde están alojadas las funciones del lenguaje.
De drogas sabe el ser humano desde sus orígenes, y también los animales que consumen ciertas plantas para alterar su conciencia; como los renos que comen hongos alucinógenos, o los yaguaretés que mastican las hojas de las lianas con las cuales los aborígenes del Amazonas preparan un brebaje mágico. Hombres y animales comparten una misma voluntad de quebrar los límites de la realidad con la colaboración del reino vegetal. Una extraña simbiosis que la literatura supo capitalizar para su desarrollo. Algo así como una escritura universal, hecha por hombres y plantas, escrita con sangre y con savia.

Sociología y representación literaria de las drogas

Por Adrián Melo

En un libro de sociología de la década del sesenta que forma parte de los clásicos, Erving Goffman utilizaba el término de estigmatizado para referirse a aquellos seres que, dentro de una sociedad dada no cumplían con los atributos corrientes y naturales que ésta determinaba para otorgar el estatus de normalidad. La primera referencia al término estigma lo encontraba entre los griegos quienes lo utilizaban para referirse a signos corporales con los cuales se intentaba exhibir algo malo y poco habitual en el status moral de quien lo presentaba. En las sociedades modernas Goffman menciona tres tipos de estigmas: las abominaciones del cuerpo o distintas deformidades físicas; los defectos del carácter del individuo que se perciben como falta de voluntad, pasiones tiránicas o antinaturales, creencias rígidas y falsas, deshonestidad (y cita como ejemplos perturbaciones mentales, reclusiones, adicciones a la droga, alcoholismo, homosexualidad, desempleo, intentos de suicidio y conductas políticas extremistas); y por último los estigmas tribales de la raza, la nación y la religión, susceptibles de ser transmitidos por herencia y contaminar por igual a todos los miembros de una familia.
Si se intenta buscar la representación social de la persona que toma marihuana en las sociedades contemporáneas, sin duda, el término estigmatizado es el más adecuado para ello. Es el marginal visto como enfermo o anormal a los ojos de la sociedad y que por sus propias deficiencias de carácter es proclive a caer en la locura, la paranoia, la muerte o ideas enfermas tales como el marxismo o el comunismo. Aquel que acumula los vicios que la sociedad no tolera.
Más rica es la búsqueda de las drogas –marihuana, hachís u opio- en las ficciones literarias, en donde aparecen como la posibilidad de poder pensar mundos paralelos o soñados, nuevas formas posibles de vivir distintas a las ya establecidas.

Una temporada en el infierno

Ya lo decía Arthur Rimbaud, un verdadero precursor de la búsqueda de la creatividad y del conocimiento por medio de las drogas:

“El primer paso del hombre que quiere ser poeta es su propio conocimiento, íntegro. Busca su alma, la vigila, la tantea, la estudia. En cuanto la conoce, debe cultivarla. Digo que hay que ser vidente, hacerse vidente. El poeta se vuelve vidente por un largo, inmenso y razonado desorden de todos los sentidos. Todas las formas del amor, del sufrimiento, de la locura; se busca a sí mismo, agota en sí todos los venenos para guardar solo la quintaesencia. Inefable tortura para la cual necesita toda la fe, toda la fuerza sobrehumana, y por la cual se convierte en el gran enfermo, el gran criminal, el gran maldito, y el supremo sabio. Alcanza lo desconocido; y aunque enloquecido, terminara por perder la inteligencia de sus visiones, ¡igualmente las ha visto! Y que en su salto reviente por las cosas increíbles e inauditas...”

Esas cualidades de ensueño logradas a partir de diversas formas de depravación: drogas, alcohol y sexo, de venenos, libertinaje, droga y alquimia, son las que fascinaron al poeta Paul Verlaine (1844-1896) quien dejó mujer e hijos para ir tras el poeta de ojos azules y suelas de viento que tenía la capacidad de hacerlo volar.
Es a partir de “los vegetales franceses” como Rimbaud logra soñar con explorarlo todo, sentirlo todo y agotarlo todo. “Hay que reinventar el amor” le propone Rimbaud a Verlaine. La propuesta incluye la creación de nuevas y ardorosas ciudades en las que crezcan las nuevas flores, las nuevas formas de vivir y de amar que se contrapongan con los horarios impuestos, con la personalidad construida con base en la disciplina capitalista y la educación moderna.
Tras los pasos de Rimbaud marcharán los jóvenes estudiantes del mayo francés. Los deseos de abrazar al amor y al fusil, de hacer la revolución a la par que hacer el amor, de desabotonar el cerebro tan a menudo como la bragueta solo son plausibles bajo un París cubierto por un halo de humo ensoñador. Estos estudiantes, como los hippies, buscaran su iniciación literaria a la par que su iniciación en el mundo de las drogas. Como señala la novela de René Barjavel: todos los caminos conducen a Katmandú.

Mientras Inglaterra duerme

Muchos de los escritores que celebraron la comunión de los cielos y la tierra, es decir aquellos que pensaron la posibilidad del paraíso en la tierra recurrieron en la ficción al uso de drogas mágicas. Pensaba en el Sueño de una noche de verano , de William Shakespeare, y en aquel filtro mágico suministrado por Puck que logra unir y traer la felicidad de los amantes (¿de donde sale la idea de un vegetal capaz de trastocar los sentimientos que aparece en parte de la literatura de amor medieval?). Pensaba también en el sueño encantado y delirante de desnudos, sexo, duendes, actores de circo y reyes de otros mundos que viven en el bosque que aparecen en la obra shakespereana.
La posibilidad de pensar otros mundos y de rebelarse contra el status quo reinante aparece de manera clara en los libros de Lewis Carroll (1832-1898) inspirados en una niña que fuera uno de los amores imposibles de la vida del escritor: Alicia en el país de las maravillas y Alicia tras el espejo. Escritos bajo el influjo del opio, es esa droga la que permite explicar el desfile de personajes extravagantes y de bebidas y mágicos pasteles que permiten tan pronto agrandar como empequeñecer a la pobre Alicia.
Hace más de un siglo y medio Karl Marx (1818-1883) utilizó la metafora del opio para dar cuenta del efecto soporífero que las religiones producían sobre los seres humanos que los hacían resignarse a las condiciones miserables de existencia que vivían en la tierra en pos de un mundo celestial. Para Carroll el opio fue el medio de construcción de otro mundo con una lógica diferente que le permitía reírse de la moral represiva de su época (la recurrencia de pasajes de ojos que espian por diferentes cerraduras era escándaloso en la recatada vida victoriana que hacia tanto hincapie en la respetabilidad y la virtud de las vidas privadas) y en especial de la Reina Victoria, ridiculizada muy particulamente en la despótica y arbitraria Reina de Corazones.


*Ensayista y docente universitario. Autor de El amor de los muchachos (LEA).

Opinan los escritores

Mejor estar lúcido
Por Diego Paszkowski

No creo que las drogas favorezcan la creación artística, sino más bien todo lo contrario. Suelo recomendar a mis alumnos que no las usen, y mucho menos para escribir: las oraciones y las escenas que en un estado parecen tener sentido, dejan de tenerlo cuando aquel estado se pierde. Creo que los grandes artistas son grandes artistas más allá del uso de drogas, e incluso a pesar de ellas. Hay muy buenos escritores (y músicos, pintores, etc.) que emplearon o emplean determinados estimulantes, la marihuana entre ellos, pero también el alcohol y las drogas duras, para aplicarse a su trabajo artístico; muchos otros, también muy buenos, no los emplean, lo que demuestra que los estimulantes no hacen la diferencia. Podría decirlo así: alguien que escribe mal, luego de fumar marihuana también escribirá mal. Uno de mis personajes de Tesis sobre un homicidio, el viejo abogado Roberto Bermúdez, es poco menos que alcohólico, y algunas de sus escenas están pobladas de las imágenes absurdas que produce el alcohol. Pero al momento de escribirlas yo no bebía, como él, whisky J&B, sino lo que bebía otro de mis personajes de la misma novela, el joven abogado Paul Besançon: tomaba té Earl Grey, de Twinings. Escribir ficciones consiste muchas veces en “engañar al lector”, en hacerle creer que algo que no es cierto en verdad existe. Y para eso, según creo, es mejor estar lúcido.

Diego Paszkowski nació en Buenos Aires, en 1966. Ganador del Premio de Novela del diario La Nación por Tesis sobre un homicidio (1999) y autor de El otro Gómez (2001). Dirige las colecciones "Nuevas Narrativas Argentinas" (Sudamericana) y “Narrativa Joven” (Libros del Rojas / Clásica y Moderna).




El pot eficaz
Por Luisa Valenzuela

Habría que hablar de la marihuana y su circunstancia, porque no todo es fumarse un porrito y ponerse a escribir. Ojalá fuera así la cosa, en cuyo caso yo no estaría sufriendo más la falta de impulso que siento ahora, el conocido bloqueo.
Como cada novela encuentra su tiempo, y hasta su hora del día para ser escrita, hubo una que encontró su sustancia, su base de asentamiento, valga la paradoja cuando de humo se trata. Porque se acababa la famosa década del 60, seguía la guerra en Vietnam, estábamos confinados - un grupo grande de escritores - a una universidad del Medio Oeste norteamericano con una espléndida beca para escribir pero la neurosis ambiente ganaba la partida. Eso sí, no había fiesta o reunión informal donde no circulara el pot. Amenizaba las veladas. No por eso los sudamericanos dejaban de hablar de la muerte, tema que creí ajeno a mis preocupaciones inmediatas hasta que empezaron a fluir –no encuentro mejor palabra—unos textos que al principio me resultaron extrañísimos y después exhilarantes, llenos de humor negro y felices morbosidades. Obra que concluí en Buenos Aires y acabó llamándose El Gato Eficaz. No quiero decir con esto que escribía fumada, todo lo contrario. Ni siquiera sé si se puede. Quiere decir que la marihuana, en ese tiempo y lugar, me abrió una compuerta hacia zonas inesperadas de mi cerebro a las que me fascinó acceder. No me disgustaría volver allí, pero sé que ese allí ya no existe, fue una conexión más de las que se arman para generar una obra determinada y después se cierran, no tanto por agotamiento sino porque todo se transforma y no hay sustancia que valga.

Luisa Valenzuela nació en Buenos Aires. Su extensa obra comprende: Hay que sonreír, El gato eficaz, Como en la guerra, Cola de lagartija, Novela negra con argentinos, Realidad nacional desde la cama y La Travesía, entre otras novelas, ensayos y cuentos.




Las buenas compañías
Por Vicente Battista

Que arroje la primera piedra quien nunca haya fumado un porro. Aunque sólo fuese por curiosidad, en algún momento de nuestra vida estuvimos en una rueda de amigos compartiendo ese cigarrito armado minutos antes. Se trataba de darle una pitada profunda y luego pasarlo a nuestro vecino o vecina. Una ceremonia colectiva que se parece mucho al rito del mate: también se pasa de mano en mano, se respetan los turnos y se toma con la certeza de que la vamos a pasar bien. No es casual que yerba sea uno de los nombres de la marihuana.
A la hora de escribir suelo buscarme buena compañía. Invariablemente están conmigo Mozart, Miles Davis, Bach, Piazzolla, Vivaldi, Troilo, John Coltrane y Charlie Haden. También preparo una pipa cargada con Balkan Sobraine o mezcla parecida y el termo con el mate. Las palabras tienen música y secretamente las Variaciones Goldberg, Adios Nonino o Kind of blue ayudan a mejorar esa música. Por su parte, la pipa y el mate me ayudan a pensar.
Una tarde de hace muchos años decidí incorporar la marihuana a ese grupo de colaboradores. Lo hice por curiosidad. Baudelaire y sus Paraísos Artificiales, todo el láudano bebido por los románticos, Kerouac y Bukowski, para no abundar en ejemplos, avalaban mi decisión. Armé un porro y luego de varias pitadas comencé a viajar. Puse papel en la máquina (aún no se conocían las PC’s) y me dispuse a volcar mi experiencia. Fue lamentable. No pude articular una sola frase coherente. Había ingresado en ese especial grado de estupidez a la que te llevan la droga y el alcohol mal bebido. No estaba en condiciones de crear nada; ni siquiera contar la experiencia de ese instante. Habían desaparecido la música de las palabras y el placer de un buen tabaco. Tiré lo que quedaba del porro al inodoro, regalé la marihuana que me sobraba y desde entonces continúo trabajando, escribiendo, en compañía de la buena música, el buen tabaco y la buena yerba, pero no la que se vende en secreto sino la que se puede comprar en cualquier almacén o supermercado.

Vicente Battista nació en Buenos Aires, en 1940. Su primer libro de cuentos, Los muertos (1967), fue premiado por la Casa de las Américas y el Fondo Nacional de las Artes. Es autor de Siroco (1985), El final de la calle (1992), Sucesos Argentinos (1995) y Gutiérrez a secas (2002), entre otros.




Fuera de la lógica
Por Dalmiro Sáenz

La marihuana es incursionar dentro del pensar, entrar en un mundo mágico que genera una inteligencia nueva. La inteligencia es la capacidad de relacionar cosas al servicio de un objetivo. En Palo Alto, California, que es el grupo humano que más se ha ocupado del pensar, confían mucho en la timba de la vida, en el azar. Por eso, no les interesa que la gente sepa mucho, sino que piense. Esa timba de las posibilidades y de las ideas es el idioma de la marihuana. La especie humana le debe al alcohol o la marihuana una maravillosa cantidad de ideas que nos liberan de una estructura de pensamiento. Uno progresa con cualquier cosa que se escapa de la inercia cultural. Por eso los artistas son personas tan difíciles, que tienen conflictos con sus parejas o consigo mismos, y que terminan en la locura o el suicidio. Tienen el coraje de desafiar la inercia cultural. Los pueblos felices no tienen arte; el arte nace del enfrentamiento. La grandeza del hombre viene del caos y la marihuana es un caos que uno puede meter dentro del orden. Pero, tiene mala prensa porque el poder no la puede encasillar. La marihuana se va por fuera de la lógica. El arte se nutre del caos, pero eso no significa que la cosa caótica de por sí tenga caos. Tiene que haber intención de algo, y la marihuana es algo que uno toma la decisión de usar. A mí no me gusta nada para coger, porque es un gozo parecido a la masturbación, donde no compartís mucho. De todas las drogas, es la menos erótica. Pero la marihuana es liberación. El hombre desea ser libre, pero tiene miedo porque la libertad tiene su dictadura y su prepotencia. Sin embargo, cuando el hombre se equivoca por excesos es mejor que cuando se equivoca por defecto. Que se pase de vivo en la búsqueda de cosas, es la grandeza del hombre.
Entre mis alumnos, la marihuana se usa. Pero también he visto gente que escribe con éxtasis, y era como una especie de marihuana más mansa. Yo creo que cualquier droga es ideal para escribir, pero solo si alguien supiera la cantidad exacta que necesita. En ese caso, la marihuana, el éxtasis o la cocaína pueden ser maravillosas. Entre no tomar nada y tomar una droga, siempre es mejor la droga. Cualquier cosa que te alborote es bueno.

Dalmiro Sáenz nació en Buenos Aires en 1926. Su libro de cuentos, Setenta veces siete, ganó el Premio de la Editorial Emecé y se convirtió en un best-seller. Publicó No, El pecado necesario, Carta abierta a mi futura ex mujer, Yo también fui un espermatozoide, Las boludas y La Patria equivocada, entre otros.



Apología del arte
por Alexis Leiva


“Y te snifan la cabeza, una y otra vez, una y otra vez”... drogas y más drogas. Es una cuestión de larga data. Lo malo de las drogas es el exceso. Lo malo de todo vicio es el exceso... Los sabios griegos tenían a la prudencia como una cualidad superior, y en esto quiero centrar mi análisis de las drogas y la literatura.
Para escribir literatura no es necesario ningún estupefaciente, pero también es cierto que las drogas y su consumo vicioso son una realidad. Los artistas consumen drogas en igualdad de proporción que cualquier otra persona de la humanidad, ni más ni menos. Un arquitecto puede ser un fucking drogón y por eso no es menos ni más arquitecto. Un medico puede consumir drogas indiscriminadamente y no por eso es menos medico. Un artista, dijo don Wilde, puede contarlo todo. En el sentido del arte, es tan valido que un escritor escriba sobre cosas moralmente aceptadas como no. Y en este mismo sentido, las drogas como las miserias humanas, (gracias Oscar, otra vez) son materiales para un artista. Lo importante es no ser hipócritas con respecto a esto. Si aceptamos que un escritor hable de un asesino o violador sin que por esto nos horroricemos, deberíamos actuar de la misma forma con un escritor que cuente sobre las peripecias desafortunadas o no de un adicto.
Las drogas son un tema absolutamente personal en el plano de lo moral. Cada uno es dueño de arruinarse la vida como más le guste. Pero en un artista, esto no debería ser una razón para degradar su arte en el sentido estético. Todo artista que por causa de las drogas (y entiéndase que al decir “drogas” hablo de las legales como de las ilegales) lastima su estilo y su obra, comete un grabe pecado contra las musas.
Esta moda de la vida sana que nos impera, falla cuando de esta misma vida sana se hace un exceso. Cuando se desprecia irracionalmente la libertad de experimentar otras sensaciones que nos permitan aperturas a otros planos de la realidad, nos vemos inmersos en un vaciamiento hasta lo anodino de lo que es la totalidad de la vida.
La vida es amplia y tiene millones de matices, y los artistas deberían estar siempre a la vanguardia de las cosas, yendo al frente para volver y contar lo que se vio allá adelante. Pero de cada artista depende la capacidad o el aprendizaje de encontrar un equilibrio, una prudencia sin la cual estaríamos atacando al arte en vez de favorecerla.
Muchos de mis personajes son consumidores de drogas, pues con esto demuestran su capacidad de experimentar y buscar en los rincones prohibidos. También son grandes observadores de sus propias miserias y defectos, pero siempre con la intención de bucear en la naturaleza humana... hasta en los rincones más oscuros.
Con esto intento hacer apología solamente del arte y no de las drogas. Pero que las hay las hay... snif, snif.

Alexis Leiva es autor de Grietas. Su blog es http://grietas-protohumano.blogspot.com

6 nov 2007

Otro esfuerzo inútil

Para qué tanta letra desperdiciada, tanta luz al pedo, tanta vanidad... ¡Blog, blog! ¿la onomatopeya de un vómito o el estertor de un eructo?
Para qué este agujero de nada, esta botella al mar, esta exageración de la voz... ¡Blog, blog! ¿el sonido terminal del que estira la pata o el gargajo en la nuca del lineman?
¡Qué moderno! La Revista Lea ha inaugurado otra forma de incomunicación, otra derrota.
Solo nos queda el consuelo de la inutilidad como forma revolucionaria. O sea, este ¡Blog, blog! no sirve para un carajo, y en ese gesto inservible justifica su existencia.

Lea y vuelve

El papel sembró la agonía de los bosques.
Y también la muerte de una revista que dejó de existir tras cinco años y 35 números.
Nos gustan los mundos virtuales. Como en el Paraíso que alguna vez imaginó el más taquillero de los escritores de la humanidad, en este cielo tampoco existe la muerte.
Lea ya no estará nunca con nosotros. Fuimos testigos de su terminal cáncer de pobreza.
Pero Lea ahora es aire y es palabras. Un espacio que está en todas partes y no está en ninguno.
No necesitamos más que eso.

Lea vuelve y es millones. Y es eterna, qué joder.