por Enzo Maqueira
Cannabis sativa es el nombre científico de la planta de cáñamo o marihuana, de la cual se produce también el hachís. La cannabis acompaña al ser humano desde hace por lo menos diez mil años, simultáneamente al descubrimiento de la agricultura en el Viejo Mundo. En su libro, Castilla cuenta que los restos más antiguos de fibra de cáñamo descubiertos en China y en Turquestán son del siglo XVII a.C. y la alusión más remota tal vez sea de los primeros Vedas. En el Atharva se lo menciona como bebida favorita de Indra, dios guerrero que representaba a los invasores arianos. El nombre sánscrito es sana, que significa “transformación de la rutina sensorial”. Otros nombres con los cuales se designa al cáñamo son igualmente auspiciosos, como “vijohia” (“fuente de felicidad”) o “ananda” (“fuente de vida”).
En África, el consumo del cannabis era frecuente entre pigmeos, zulúes y hotentotes, quienes la utilizaban en sus rituales religiosos y como remedio curativo. Es que, además de sus efectos embriagantes, la marihuana constituía una medicina para muchos pueblos de la antigüedad. La primera referencia escrita que existe en ese sentido data del año 2700 a.C., cuando es citada por Shen Nung, el padre de la medicina china. Algunos cientos de años más tarde, el profeta persa Zoroaster da al cáñamo el primer lugar en el texto sagrado Zend-Avesta, que incluye más de diez mil plantas medicinales.
Hubo una época y un tiempo en el cual el hombre consumía la marihuana sin culpas. Y no fue hace tanto.
Sexo con negros y delincuencia mexicana
La cannabis sativa fue prohibida en 1937, merced a la voluntad de los Estados Unidos. Terminada la Ley Seca, fue necesario encontrar un espacio para que el aparato construido alrededor de esa prohibición mantuviera un sentido y, sobre todo, permaneciera intacto el nivel de vida de un inmenso número de oficiales. La elección recayó en la marihuana, cuyo consumo se había extendido en aquel país – sostenían los funcionarios norteamericanos – por culpa de negros y mexicanos. Claro que había otra razón para prohibir a la marihuana. Durante la primera mitad de la década del treinta, la industria del papel de cáñamo comenzaba a cobrar impulso. Al mismo tiempo, la empresa Dupont patentaba el tratamiento químico de la pulpa de madera. La lucha de intereses entre los productores de papel de cáñamo y pulpa de madera se inclinó rápidamente a favor de éstos últimos, asociados con la prensa y el poder. Había que prohibir el cultivo de cáñamo y modificar la actitud de las población hacia la marihuana para que no prosperara su industria. Y así se hizo.
Un afiche propagandístico de la época muestra a una mujer blanca cayendo de una escalera, con una jeringa de verdes fluidos clavada en su brazo. “El consumo de marihuana hace que las mujeres blancas pierdan el control y sientan ganas de tener relaciones sexuales con negros”, dice el afiche que constituyó la piedra fundamental de un nuevo mito: la demonización de la cannabis.
La responsabilidad de convertir a una planta medicinal en el enemigo público número 1 de los Estados Unidos recayó sobre Harry J. Anslinger, quien por radio y en periódicos difundió la historia de una hierba maligna que crecía en los campos, las márgenes de los ríos y las orillas de los caminos. Anslinger y sus hombres asociaban directamente el consumo de marihuana al aumento de la violencia, principalmente por parte de negros y mexicanos. Estados Unidos había sufrido la gran depresión de 1929 y la inmigración mexicana, dispuesta a emplearse por salarios bajos, era vista como una amenaza para los trabajadores locales. En un país siempre dispuesto a subrayar las diferencias, la demonización de la marihuana llegó de la mano de la segregación racial. De hecho, se decía que los hombres de Pancho Villa la consumían frecuentemente, y que la daban a los niños en las puertas de las escuelas.
Mientras Anslinger avanzaba con su campaña, la Asociación Médica Americana encontraba cada vez mayores indicios de las posibilidades medicinales de la marihuana. Pero la suerte de la cannabis estaba echada y una confusión semántica terminó con sus años de legalidad. Cuando Anslinger testificó ante el congreso que la “marijuana” era la droga mayor causante de violencia conocida por el hombre, la Asociación Médica Americana sólo supo que ese nombre todavía poco conocido hacía alusión a la cannabis sativa dos días antes de la reunión del congreso, cuando ya fue demasiado tarde.
A pesar del éxito de la campaña, la planta fue nuevamente legalizada algunos años más tarde, en la Segunda Guerra Mundial. A través de un filme llamado Hemp for Victory (Cáñamo para la Victoria), el gobierno estadounidense promovía su cultivo para usos bélicos. Con las fibras de la cannabis se fabricaban lonas, aparejos, velas navieras y otros pertrechos de guerra. Por supuesto, cuando terminó la contienda la prohibición fue nuevamente instaurada. Pero, para estas alturas, el discurso de Anslinger se había adecuado a las nuevas necesidades, aún a pesar de contradecir sus dichos anteriores. El padre del prohibicionismo recorrió 1948 afirmando que el uso de la marihuana provocaba que los consumidores fueran tranquilos y pacifistas. “A través del cannabis – decía Anslinger – los comunistas logran que los americanos pierdan el deseo de luchar”
Mientras Estados Unidos demonizaba al cannabis, en Europa la ilegalidad ya había hecho su entrada a partir de la iniciativa de Inglaterra. El plan inglés era usufructuar el consumo de marihuana en sus colonias de Asia y África, en donde estaba muy arraigado, mientras se reemplazaba paulatinamente por el tabaco y el alcohol. Sin embargo, las colonias no aceptaban los nuevos productos occidentales. En Egipto, el hachís (derivado de la cannabis) se convirtió en un símbolo de subversión contra el imperio, y lo mismo ocurría en Argelia, Túnez y Libia, por entonces colonias francesas. Hacia 1925, a solicitud de Inglaterra y con la firma de otras potencias de la época como Francia, Bélgica y España, el cáñamo ya era una sustancia controlada.
Alicia Castilla tiene algo más de cincuenta años, vivió una buena parte de su vida en Brasil y hace algún tiempo regresó a su natal argentina. Con los últimos pesos que salvó del corralito publicó Cultura Cannabis, un compendio de información sobre la marihuana que tiene como objetivo cambiar la percepción que tiene la sociedad acerca de su consumo. La idea de Castilla es desterrar el estereotipo del drogadicto sucio, enfermo y peligroso y demostrar que el uso de “plantas mágicas” es un recurso válido que, además, abre las puertas de la libertad. “La prohibición de la marihuana está en el subconsciente – explica en diálogo con Lea – La sociedad construye al demonio. Se dice que la marihuana es mala, pero el único mal que hace viene del mismo sistema. El único problema que puede tener quien fuma marihuana es saber qué hacer si va preso”. Según Castilla, la marihuana es una droga que está en contra del sistema. “En cambio – dice – la cocaína reverencia al sistema, te dice que tenés que trabajar más y que tenés que ganar más plata”.
Un etcétera azul
Si se trata de liberarse de las ataduras del sistema, no es casual que los artistas se sientan atraídos por la marihuana. Además, surge como la primera de las puertas que es posible abrir para derrumbar los límites establecidos, y a su facilidad de consumo se le agregan algunos datos que son la punta de lanza de quienes piden por su legalización: propiedades medicinales comprobadas, bajo o nulo nivel de adicción y efectos secundarios menos peligrosos que los provocados por el alcohol o el tabaco.
Una de las primeras referencias literarias que existen acerca de la marihuana pertenece al escritor francés Francois Rabelais (1494-1553) quien, en Gargantua et Pantagruelion, dice:
“Por el poder de esta hierba, las sustancias invisibles se dejan ver, tocar y como aprisionar. Con su fuerza y empuje, las grandes y pesadas muelas giran ágilmente para insigne provecho de la vida humana. Y me asombro de que el invento de este uso haya quedado por tantos siglos oculto a los antiguos filósofos, vista la utilidad inapreciable que procura, visto el trabajo intolerable que sin ella, por la retención de las corrientes aéreas, las naves pueden zarpar de los muelles y ser llevados al arbitrio de sus gobernantes. Gracias a ella, las naciones, que la naturaleza parecía conservar escondidas, vienen a nosotros y nosotros a ellas”.
Aunque no dice nada en sus libros, William Shakespeare (1564-1616) sería otro de los escritores que fumaron cáñamo antes de que su consumo se extendiera entre los intelectuales europeos. En 2000, un diario inglés publicó que se encontraron pipas de su pertenencia, con restos de marihuana.
La entrada de la cannabis en los círculos intelectuales europeos data de siglo XIX y fue una de las consecuencias de las invasiones francesas en África. Según Alicia Castilla, un decreto de Napoleón Bonaparte para prohibir el hachís en Egipto, resultó en el gesto necesario para llenar de curiosidad a los artistas de la vanguardia francesa. Napoleón había prohibido el consumo de hachís en aquel país - entonces dominado por Francia – porque quienes lo fumaban “pierden la razón y son tomados por delirios violentos”. No hizo falta mucho más para que Charles Baudelaire, Jean-Jacques Feuchère, Henri Monnier, Delacroix, Roger de Beauvoir y Teóphile Gauthier incursionaran en el mundo de la maría. Baudelaire escribió en el soneto "La vida anterior", los efectos del hachís. Gauthier contó su experiencia en Le club des hachischins:
“Mi cuerpo se disolvía y se hacía transparente. Dentro de mi cuerpo notaba el hachís como una esmeralda chispeante con miles de chispas de fuego. Mis pestañas se alargaron indefinidamente, como despegándose, como hilos de oro desde husos de marfil que giraban espontáneamente a toda velocidad”.
De la misma época es “Coin de tableau”, de Charles Cros (1842-1888), poema incluido en Le Coffret de Santal (1873) con el epígrafe “impresión de hachís”.
Entre los escritores franceses del siglo XIX, pocos incursionaron tanto en las drogas como Guy de Maupassant (1850-1893). Sin embargo, las dosis de hachís, opio, morfina y éter que consumía se debían a la recomendación médica para tratar sus enfermedades. Su compatriota, René Daumal (1908-1944), era consumidor de Tetracloruro de carbono, hachís y opio. A los 36 años murió tras una sobredosis de láudano.
La entrada del cáñamo en la Europa intelectual despide el siglo con Arthur Rimbaud (1854-1891), cuyo poema "Vocales" y un fragmento de las Iluminaciones, hacen clara alusión a la planta. Al final de su vida, el poeta francés utilizaba el hachís para calmar los dolores del cáncer.
Aunque los franceses fueron los más apasionados a la hora de incursionar en el uso de la cannabis, también sintieron interés los poetas ingleses Samuel Coleridge (1772-1834) y William Yeats (1865-1939). Coleridge, además, consumía opio y láudano. Yeats también fumaba opio y participó de experimentos psicológicos con mescalina, una sustancia extraída de ciertos tipos de cactus.
El caso de otro francés, Henri de Monfreid (1879-1974), es digno de destacar; no solo consumía el hachís (hecho documentado en su obra La croisiére du hachisch), sino que además lo traficaba durante sus viajes entre África y Europa.
A principios del siglo XX, el cáñamo comienza a aparecer entre los intelectuales de América. El escritor colombiano Porfirio Barba Jacob (1883-1942) fumó por primera vez marihuana en México, una noche en la cual un diluvio causó más de seis mil víctimas. Jacob era periodista y tuvo que cubrir la catástrofe. De aquella primera experiencia relató: "Yo celebré mis nupcias con la Dama de Cabellos Ardientes. Fue una noche de tormenta horrísona cuando la ciudad se había inundado hacia los barrios obreros y seis mil cadáveres pregonaban la inocencia de la catástrofe...". Barba Jacob es uno de los escritores latinoamericanos que más interés demostró por la marihuana, presente en sus poemas "La balada de la alegría", "La dama de los Cabellos Ardientes", "En la Muerte del poeta" y "Acuarimantima". En 1921, mientras era director de la Biblioteca Pública de Guadalajara, en México, recibió la visita del español Ramón del Valle Inclán. En la biografía que escribió el escritor colombiano Fernando Vallejo, se dan algunos detalles de este encuentro. "De esta visita dieron cuenta los periódicos; de lo que no la dieron fue de que el poeta y su ilustre huésped allí estuvieron fumando marihuana". En 1934, el periodista José Pérez Nuño entrevistó a Jacob en Tampica para el diario "La Tribuna" de México. Conociendo los escándalos que había provocado en muchos países por su consumo de marihuana, le preguntó qué sentía al fumar.
- Me siento una etcétera azul - respondió el colombiano.
La generación Beat
La simbiosis entre literatura y marihuana vivió su época de esplendor durante la década del cincuenta y a principios de los sesenta, con la aparición en Estados Unidos de un grupo de escritores que se conoció como la “Generación Beat”.
William Burroughs (1914-1997), Neal Cassady (1920-1968), Jack Kerouac (1922-1969) y Allen Ginsberg (1926-1998), entre otros, hicieron del consumo de todo tipo de sustancias (principalmente marihuana, mescalina y lsd) uno de los pilares de un movimiento contracultural que luego serviría de apoyo al advenimiento de la cultura hippie.
En El almuerzo desnudo, Borroughs relata sus experiencias con distintas sustancias y sienta las bases de la cultura de los junkies, los jóvenes que exploran sus mentes con el uso de todo tipo de psicotrópicos. El “beat” local, Miguel Grinberg, cuenta en Beat days (Galerna) que los hábitos de Burroughs lo llevaron a eludir el acoso de la Justicia en lugares equidistantes como México, Marruecos y Perú. Burroughs dejó una monumental obra en donde se destacan La máquina blanda y Nova Express.
El caso de Neal Cassady es algo diferente. Consumidor de marihuana y peyote, no publicó un solo libro mientras vivió (El primer tercio se publicó en forma póstuma) pero, según Grinberg, “disfrutó desenfrenadamente”. La vida de Cassady inspiró a los “beatniks”, los adeptos de la generación beat, y sus cartas fueron la clave para que Kerouac creara su prosa espontánea. Cuando Kerouac falleció, Cassady adhirió a una tribu psicodélica intinerante de Ken Kesey, autor de Atrapado sin salida.
Consumidor de marihuana y bencedrina, Jack Kerouac es el autor de En el camino, un libro emblema de los beats. Pero, aunque sus personajes recorren Estados Unidos acumulando experiencias y sensaciones, el verdadero viaje es hacia adentro. De esta forma, los límites legales y morales que rompen no tiene nada que ver con la rebeldía, sino con la esperanza de hallar algo en qué creer. Keoruac y los beats buscaban que Dios les mostrara su rostro, y la marihuana les daba los ojos necesarios.
En una carta que Miguel Grinberg reproduce en su libro, Allen Ginsberg escribe acerca de una nueva evolución del ser humano y dice que “la exploración del espacio es secundaria y sólo triunfante en limitadas áreas de conciencia; por cuanto una evolución o una exploración científica de la conciencia misma (cerebro y sistema nervioso) es la ruta inevitable del hombre”. En tiempos de los primeros pasos de la Revolución Cubana, Ginsberg descree de una Revolución que no construye una nueva sociedad lejos del viejo estilo de conciencia humana. “¿Cómo eludir la rigidez y la éstasis de conciencia cuando la mente del hombre es sólo palabras y sus imágenes son proyectadas continuamente en cada cerebro por la interconectada malla de radio, TV, diarios, telégrafos, discursos, decretos, leyes, teléfonos, libros, manuscritos?”, se pregunta, para luego reivindicar el derecho como poeta a usar marihuana. “Ninguna Revolución puede tener éxito si prosigue la puritana censura de conciencia impuesta al mundo por Rusia y los Estados Unidos – agrega - ¿Triunfar en qué? Triunfar en liberar a las masas de la dominación por los secretos Monopolistas de la comunicación”.
Jaqueados por la guerra de Vietnam, con el mundo partido bajo la tutela de las dos grandes potencias de la Guerra Fría y un mosaico de figuras emblemáticas elevandos voces de cambio, los escritores de la generación beat buscaban un nuevo hombre que nada tuviera que ver con aquél que había llevado las cosas tan lejos. La marihuana, el peyote, los hongos alucinógenos, el ácido lisérgico y la ayahuasca aparecían como medios necesarios para elevar las conciencas y destruir la vieja sociedad.
Pánico y locura
La generación beat y Timothy Leary (1920-1996) llevaron a una buena cantidad de jóvenes de los años sesenta a la búsqueda de la espiritualidad a través del consumo de drogas. Leary fue uno de los inspiradores de la revolución contracultural de la década. Psicólogo y profesor de la Universidad de Harvard, escribió libros en donde alentaba el consumo de marihuana, lsd, hongos y mescalina para llevar a la sociedad occidental a un nuevo estadio espiritual. Sus obras La política del éxtasis (1968) y La psicología del placer (1969) consituyeron la base del movimiento hippie.
A Leary le pasa factura Hunter Thompson (1937-2005) en su novela Miedo y asco en Las Vegas (1971), llevada al cine en 1998. Tras relatar una estadía en la ciudad del pecado en donde la protagonista principal es una valija repleta de todo tipo de drogas, Thompson termina replanteando las enseñanzas de Leary. A diferencia de lo que ocurre con otros escritores, la experiencia alucinógena que relata Thompson en Las Vegas se emparenta con el caos, el delito y la violencia.
Tampoco tiene una visión optimista del tema el escritor colombiano Fernando Vallejo (n.1942) quien en El fuego secreto (1987) narra historias de droga y homosexualidad, en las calles y cantinas de Medellín y Bogotá. En El desbarrancadero vuelve a asociar a la marihuana con la homosexualidad. Esta vez, al personaje gay – fumador de marihuana – le espera el destino reservado para todos aquéllos que gozan de los placeres prohibidos: el Sida.
La asociación que Vallejo hace entre marihuana y marginalidad se aproxima bastante al mito del drogadicto que hoy prevalece en el imaginario social. Que la marihuana es la puerta de entrada al consumo de otras drogas más peligrosas, que quienes fuman son sucios y vagos, junto con otros saberes populares, dejaron a la cannabis sativa muy lejos de las intenciones que tenían aquellos primeros intelectuales franceses que la consumían con refinamiento y curiosidad estética. A pesar de los mitos, la realidad indica que fumar marihuana está lejos de ser un vicio de grupos aislados de violentos. Según estimaciones de Wilbur Grimson, ex titular de la Secretaría de Programación para la Prevención de la Drogadicción y Lucha contra el Narcotráfico (SEDRONAR), el consumo de cannabis en la Argentina alcanzaría hoy al 10% de la población.
Entre los escritores locales, sin embargo, no parece ser una costumbre demasiado arraigada (ver recuadros). Las referencias a la marihuana no abundan y, de las figuras del Olimpo literario autóctono, sólo se sabe que Julio Cortázar (1914-1984), tras su divorcio de su primera mujer, cambió algunas de sus costumbres y adquirió nuevos hábitos, entre ellos, fumar cannabis.
Una de las razones posibles es que si bien se trata de una droga conocida desde hace siglos, recién en los últimos años experimentó en el país una expansión importante, sobre todo entre los jóvenes (Grimson estima que la mitad del 10% que fuma marihuana está constituida por personas de entre 16 y 20 años, es decir, unos dos millones de jóvenes). El estante de literatura contemporánea argentina es un sitio de las librerías que se reserva a escritores maduros. Para la escena local, un escritor joven tiene más de treinta años y quienes corren desde atrás apenas encuentran resquicios. De esta manera, los estudiantes de Letras que la revista Noticias descubrió fumando marihuana (ver Lea Nº32) en clase tendrán que esperar algún tiempo para dejar plasmadas en sus libros, implícita o explícitamente, sus experiencias con la planta. Es muy probable que, de existir tal cosa, la “literatura del porro” aparecerá en la Argentina recién en algunos años. Mientras tanto, serán solo referencias aisladas como las que ya han comenzado a surgir entre los nuevos narradores o entre escritores “modernos” como César Aira.
Aún así, Alicia Castilla dice que la droga que hoy usan los escritores y periodistas del mundo no es la marihuana, sino el prozac, un antidepresivo que libera la zona del cerebro en donde están alojadas las funciones del lenguaje.
De drogas sabe el ser humano desde sus orígenes, y también los animales que consumen ciertas plantas para alterar su conciencia; como los renos que comen hongos alucinógenos, o los yaguaretés que mastican las hojas de las lianas con las cuales los aborígenes del Amazonas preparan un brebaje mágico. Hombres y animales comparten una misma voluntad de quebrar los límites de la realidad con la colaboración del reino vegetal. Una extraña simbiosis que la literatura supo capitalizar para su desarrollo. Algo así como una escritura universal, hecha por hombres y plantas, escrita con sangre y con savia.