por Miguel Grinberg
A los 13 años (1950) leía las revistas de historietas Rayo Rojo y Puño Fuerte. Acto seguido descubrí en un quiosco las novelas de Mickey Spillane, donde el detective Mike Hammer describía bien detalladas a las mujeres que desvestía. Unos tíos comunistas me habían regalado La Cabaña del Tio Tom, Las aventuras de Huck Finn y Robin Hood. En el altillo de su casa había paquetes de la revista Leoplán, donde me topé con segmentos –para mí alucinantes– de las obras de Dostoievski y Tolstoi. Otro tío tenía una colección del Selecciones del Reader’s Digest y me las prestaba: leí carradas de relatos condensados sobre la Segunda Guerra Mundial. En casa mi papá no tenía muchos libros, pero me dejó hecho moco uno titulado El Reino de Auschwitz. También compraba en la calle Florida la revista estadounidense Time, para practicar inglés. En el colegio nos atestaban (para memorizarlas), cosas como El Cantar del Mio Cid o La Vida es Sueño. ¡Oh sufrimiento! Hasta que después de una matineé en el viejo cine Cataluña (donde vi por enésima vez Arenas de Iwo Jima con John Wayne) recalé en una librería de usados en el centro de Buenos Aires, Palumbo. Fue la primera vez que entraba a un lugar con tantos libros extraños juntos, nada parecidos a la políticamente correcta Biblioteca del Colegio Nacional Manuel Belgrano. Y maravillosamente baratos para mi juvenil bolsillo. Tras mucho indagar, adquirí dos títulos de Roberto Arlt que me atrajeron por su prosa insolente: Los Siete Locos y Los Lanzallamas. Volví a Palumbo muchas veces. Descubrí la polémica entre los escritores de Florida y Boedo. Y a los otros dos grandes Robertos (Mariani y Payró), a los hermanos González Tuñón, a Raúl Scalabrini Ortiz y a Arturo Jauretche. Letras vivas e intensas que nutrían mi naturaleza anarquista. Ingresé a la Escuela de Arte Escénico de la Sociedad Hebraica, que había fundado David Stivel. Me zambullí en los clásicos: Sófocles, Aristófanes, Esquilo. Una noviecita actriz me introdujo a la poesía de Pedro Salinas y Pablo Neruda. Pero sin imaginarlo, se avecinaba para mí el momento de la verdad. Un día de 1957, una compañera del curso de teatro me prestó un libro que acababa de leer: La Caída, de Albert Camus. Que me calcinó las neuronas. Compré todos sus libros: El extranjero, El Hombre Rebelde, El Verano, Bodas… Fue mi lectura exclusiva durante el verano siguiente en la playa de Mar del Plata. Simultáneamente, mi amigo Zito Kaplansky, que se había ido a Nueva York para estudiar drama en el Actor’s Studio, me mandó una copia del incendiario Howl (Aullido) de Allen Ginsberg. Otra conmoción rebelde en mi alma. Tras leer en la revista Time un artículo sobre la Generación Beat corrí a la librería inglesa Pigmalion de San Martín y Corrientes, y encargué las ediciones británicas de On The Road y The Subterraneans de Jack Kerouac. Aquí tradujeron El Disconforme de Colin Wilson. Mi destino contracultural quedó sellado. Escribí mi primer libro de poemas.
Miguel Grinberg es escritor y poeta. Nació en Buenos Aires, en 1937. Especializado en movimientos juveniles y pensamiento prospectivo, entre sus últimas obras se destacan Beat Days/Días Beat (Galerna), Evocando a Gombrowicz (Galerna) y el libro de ensayos La Generación "V" - La insurrección contracultural de los años 60 (Emecé).