4 abr 2009

CRÍTICA/ Igor, de Federico Levín

Conocí a Federico Levín como personaje antes de conocerlo como escritor. Estaba en la presentación de unos libros, vestido con un saco marrón, una boina y la barba que usaba por esos días (es posible que la boina la esté imaginando, pero le hubiera quedado bien). A todas luces, el tipo parecía un gnomo. Cuando, tiempo después, supe que era el autor de un libro que se llamaba Igor, tuve la sensación de que Levín había titulado su novela con el nombre que mejor le hubiera tocado. Leyendo su novela, esa sensación creció hasta convencerme: definitivamente, Levín no es un ser humano, sino algún tipo de duende escritor cuyo objetivo es enloquecer a las personas.
Como muchas otras, su novela está construida como un encadenamiento de historias. Pero, en este caso, no se trata de un mecanismo forzado. Más bien parece que Levín escribiera con las mismas reglas ilógicas que el sueño, en donde cada nueva escena da como resultado otra que, a la vez que desfigura la primera, la re-significa. Y en ese encadenamiento de historias, Levín desarrolla la triste y solitaria vida de su Igor, pero también la de cada uno de los personajes que comparten con él su existencia. En cada una de las historias que se desprenden de esa historia troncal, se destaca por su humor, su originalidad y la belleza en la construcción de algunas imágenes que coquetean con la configuración de una suerte de realismo mágico criollo. A la prodigiosa creatividad que ensaya a lo largo de su novela (y cuya cumbre se encuentra, a mi gusto, en la escena que comienza con un coito en un bar y continúa con un embarazo y la múltiple parición, todo ello en un tiempo fugaz que, sin embargo, da muestras de haber sido prolongado), Levin le agrega además sus interesantes e igualmente originales observaciones. Igor enloquece por sus fantasías, pero también por las reflexiones con las que su autor nos muestra el detrás de escena de gran parte de la realidad cotidiana que experimentamos como sujetos sociales. Utilizando el recurso de la inversión (por ejemplo, cuando sus personajes proponen “tirarles personas a las cosas”), provoca en el lector ese gozoso cosquilleo que deriva del uso de áreas del cerebro que uno suele tener dormidas. Lo que los publicistas llaman “pensamiento lateral”, en Federico Levín parece ser, simplemente, pensamiento. A este trabajo continuo con el reacomodamiento de las piezas de la vida ordinaria, le suma la confección de un minucioso trabajo con el sentido de la audición. Referencias musicales, timbres, ritmos y sonoridades aparecen en Igor y completan el cuadro desde un plano poco trabajado en la narrativa.
Me gustaría encontrar algo malo en Igor. No por envidia, como yo mismo podría pensar; sino porque se supone que una crítica tiene que necesariamente encontrar algo negativo. En tren de buscar hasta encontrar algo, sólo puedo decir que abandoné la novela durante un largo tiempo, porque en el medio agarré un libro de Murakami y ya no lo pude soltar. Es difícil saber si ese hecho se debió al aburrimiento que podía experimentar por una novela que de ningún modo parece aburrida, al talento de Murakami para robarse lectores, o a mi promiscuidad con los libros que esperan junto a mi cama. En caso de aceptar la primera causa, quizás en esta crítica debería sugerirse que, ante tanta originalidad encadenada, el libro pierde sorpresa. Sólo responsabilizando a Levín por un acto del cual probablemente esté librado de toda culpa, se puede esbozar que Igor carece de matices. Pero no me hagan mucho caso. Al fin y al cabo, somos los seres humanos los que jamás alcanzamos a conformarnos con lo que nos es ofrecido; los duendes, en cambio, sólo andan por ahí haciendo diabluras y riéndose del mundo que conocemos, aunque no se llamen Igor, sino Levín, y hayan abandonado la barba, la boina y el saco marrón.

Enzo Maqueira