25 dic 2007

CRÍTICA/ Un gran malentendido

Las conversaciones
César Aira
Beatriz Viterbo editora

Calificación: ... (Haga lo que quiera)

No es fácil hacer una crítica de un libro de César Aira. Cuando no se tratan de historias que, de pronto, sueltan la cadena del realismo para embarcar al lector en una sucesión de entretenidos absurdos, se dan casos de relatos que aburren horriblemente. En cualquiera de las dos posibilidades, siempre aparece la misma disyuntiva al terminar de leer uno de sus libros: ¿Aira es un genio poco comprendido, o uno un completo pelotudo que no tiene las luces suficientes para embarcarse en su descomunal obra?
Algunas cuestiones explican la gra pregunta: parece ser que la necesidad que tiene Aira por publicar lo llevan a constuir sus libros con algunos retazos de experiencias, esbozos de anécdotas y tramas poco resueltas que en pocas páginas le dan forma a un nuevo título para su biblioteca personal. Sus libros pueden ser buenos, bastante buenos o "dejarse leer". Pero siempre, indefectiblemente, uno se queda pensando que, con libro o sin él, nada hubiera cambiado en la vida de un humilde lector que anda buscando algo que lo conmueva.
Las conversaciones es, por el momento, el libro más reciente de César Aira. No es una novela, ni un cuento, ni una memoria. Probablemente la única manera de encontrar un género para su libro es recurrir al título. De manera que no hay ninguna trama, sino más bien una situación: Un personaje que se parece bastante a la imagen que uno puede construirse del propio Aira recuerda por las noches sus charlas con un amigo. El autor nos invita a conocer la reconstrucción que hace su personaje de una de esas conversaciones, una larga argumentación acerca de la presencia de un Rolex en la muñeca de un pastor, en una película ambientada en las cumbres de Ucrania. De manera que tenemos a un hombre que recrea su conversación con un amigo, a la noche, antes de dormirse. Y lo hace con lujo de detalles, repitiendo cada palabra.
La idea, para qué negarlo, no es tan mala. El problema es que Aira tarda 117 páginas en desarrollar esa única discusión. La gran idea que se presenta al comienzo de la "historia" (por así llamarla), nunca despega como uno supone y termina siendo un recursos repetido y aburridísimo. Por si fuera poco, ninguno de los dos personajes que intervienen logran construir argumentos sólidos, ni demasiado originales. Se plantea la cuestión de la verosimilitud (un tema que toca muy de cerca a otras obras de Aira), pero no se lo desarrolla apropiadamente, ni siquiera por milagro. Aparece cierta crítica a la industria del cine, pero no deja de ser un planteo liviano, sin el análisis profundo que podría dedicársele. La conversación entre dos intelectuales que se jactan de sus conocimientos resulta ser bastante poco intelectual y carente de sentido, brecha que aumenta a medida que el libro avanza y no se avizora nada que modifique esa impresión. El lector, mientras tanto, se aburre mientras busca con desperación algún argumento, idea u originalidad que justifique el libro, el tema, las páginas que se suceden con más de la misma nada. Entonces aparece el final y Aira de pronto resuelve el largo intríngulis que trazó a propósito del famoso Rolex. El lector se emociona: "Acá está la genialidad", piensa. Sin embargo no pasa nada. O, mejor dicho, Aira se despacha con una tamaña estupidez que empieza a inclinar aquella disyuntiva inicial hacia una de las respuestas posibles. Siempre queda la posibilidad de que todo sea una burla del escritor, por qué no: que su libro vacío sea una parodia de la imagen del intelectual; o de la imagen que de él mismo se estuvo construyendo en los círculos literarios. En ese caso (y una vez más), la disyuntiva eterna que plantean los libros de César Aira sigue sin tener solución.

Enzo Maqueira

11 dic 2007

Entrevista a Santiago Kovadloff


En esta charla, el ensayista y poeta habla acerca del proceso de creación en la literatura, cómo es escribir para chicos, y la influencia de Pessoa en su escritura y en su vida. Además, analiza las formas de concientización del uso del lenguaje en la comunidad.

Por Federico von Baumbach

Emplea el lenguaje como una herramienta, como un instrumento que mide la intensidad de cada palabra: la importancia de pronunciar su significado en el instante que corresponde. Construir un discurso. Buscar incansablemente la entonación de cada texto.
Utiliza el lenguaje para conocerse, palparse, tantearse: explorarse. Su identidad está en plena construcción. Siempre. Santiago Kovadloff sólo es el registro de un convencionalismo cultural: todos debemos poseer un nombre. Pero su personalidad desborda ese nombre. Lo alberga y lo supera. Inacabadamente. Y es en el juego de escribir donde encuentra esa indeterminación, ese espacio de contención tan provisorio como es el ensayo.
Juega a biografiarse en una especie de espejo deformante, que despliega en el acto de escritura, hasta desdoblarse. “Miro esa imagen y me veo al no reconocerme”, escribe. Luego sonríe. Y espera...

En su último libro de ensayo, Una biografía de la lluvia, en el capítulo El acto de escribir, usted hace hincapié en la importancia que tiene el proceso de creación durante el acto de escritura. ¿Cuáles son los sentimientos o las emociones que pasan por su mente y su cuerpo mientras está dentro de ese proceso? ¿Qué imágenes aparecen

La experiencia de escribir es vertiginosa. No necesariamente porque se desarrolla con velocidad, sino porque se desarrolla en una dirección que normalmente no está preestablecida. Cuando la dirección está preestablecida, no diría que llevamos adelante una experiencia de escritura, diría que lo que hacemos es más bien trasladar al papel lo que de algún modo ya tenemos claro o concebido. Pero para mí el auténtico escritor no es el que traslada al papel lo que ya ha comprendido, sino el que va buscando, mediante la escritura, la configuración de lo que quisiera entender. Habría allí una simultaneidad entre el proceso de enunciación y el proceso de configuración de lo enunciado. Cuando esto tiene lugar, la alegría de estar viviendo una aventura, y lo extenuante de estar viviendo una aventura, van juntos. Normalmente lo que proviene de una experiencia de esta índole, sorprende, ante todo, a su propio redactor. Una vez escribí algo en lo que creo profundamente: “Uno no escribe para decir lo que sabe, sino para llegar a saber lo que quiere decir”. Y esto es, a mi modo de ver, fundamental en la escritura, con independencia del género. Desde el artículo más intrascendente en apariencia, desde el punto de vista del proceso creativo, hasta el poema, el ensayo, o el cuento que se esté abordando. La experiencia de creación es la de sentirse disparado en una dirección imprevisible. Y las emociones son muchas. La alegría de componer es muy grande, el agobio de no saber es muy grande, la paciencia puede llegar a ser grande, si uno se vuelve un veterano de guerra, aprende a esperar. No hay textos que surgan con facilidad en su versión definitiva. Pero este es el repertorio o el abanico de emociones que recorren mi sensibilidad.

¿La búsqueda de la palabra exacta para la entonación del texto, también es parte de ese proceso?

Creo que todo proceso creativo, en mi caso, implica dos pasos. El primero es tratar de configurar un campo temático a través de las palabras espontáneamente disponibles. El segundo, que es el de la escritura propiamente dicho, es el del afinamiento o afinación de esa enunciación, para que pueda tener el mayor porte estético posible, y la mayor transparencia emocional posible. En un género como el ensayo, lo que importa es la intensidad en la enunciación de las ideas. Aquellas ideas que nos toman o se adueñan de nosotros, uno debe tratar de expresarlas con la intensidad con que las vive, para que a su vez se vuelvan comunicativas. No es la mera transmisión de un contenido, es, básicamente, el impacto de una idea sobre una sensibilidad, que se traduce como intensidad. Y en este trabajo hay un segundo momento, que es el de la corrección, de la búsqueda, del perfeccionamiento de la enunciación, que abarca desde la eufonía de la frase, hasta su poder de sugerencia. Este trabajo es lento, infinitamente perfectible, casi siempre. A veces, no. A veces uno advierte leyendo un texto que compuso hace muchos años, que no lo podría escribir mejor. Lo cual habla no de la perfección del texto, sino del límite del compositor. Pero el momento culminante de la experiencia creadora es la tachadura. Ahí te sentís un trabajador.

¿Cómo se le ocurrió escribir sobre el insomnio –uno de los temas que también aparece en “Una biografía de la lluvia”- abordar la idea de estar presente sin estar despierto?

A fuerza de frecuentarlo. Me pareció que podía sacarle el jugo a la imposibilidad de dormir. Empecé a observar lo que veía cuando estaba insomne, lo que vivía, lo que procesaba el insomne, me puse a estudiar sobre el tema, tomaba mis notas sobre lo que vivía, y así fue surgiendo ese ensayo, que es uno de los ensayos de autoobservación más intensos del libro. Observaba y tomaba nota: eso le daba al hecho de no poder dormir un sentido. Después descubrí un club de insomnes cuando lo publiqué, porque parece que el ensayo tuvo muchos adeptos.

Edgar Allan Poe establecía una distinción entre la poesía y la prosa. Afirmaba que si uno quiere buscar la belleza en aquello que escribe, debe remitirse a la poesía, ya que la prosa expresa la búsqueda de la verdad. ¿Está de acuerdo con esta distinción? ¿O cree que la literatura es un arte estéticamente unificado, donde no es necesario establecer esa clase de distinciones?

La distinción de Poe no me parece feliz. ¿Qué es la verdad? Si la finalidad de la prosa es buscar la verdad al precio de la belleza, me cuesta creer que la haya entendido bien qué es la verdad. Y por otro lado, no siempre en la poesía hay belleza. Depende del poeta, depende del poema, depende de los poemas del poeta. Y por qué no habría de haber verdad en la poesía. Quién puede no sentir, palpar, la presencia de la verdad en la lectura del Infierno de Dante. Todo depende, entonces, de la posibilidad de entender a qué se remite con los términos. La belleza es la transparencia de una presencia. Cuando una presencia logra transparentarse, hacerse evidente, diría que hay belleza: epifanía. Y diría que hay verdad cuando, justamente, esa presencia alcanza a tener una incidencia persuasiva en nuestro entendimiento, en nuestra comprensión. Lo verdadero no es lo inequívoco, es lo imprescindible para uno. No hay géneros literarios, entonces, que tengan el monopolio de una cosa o la otra. He leído artículos periodísticos de una belleza enceguecedora, y novelas profundamente aburridas. Los géneros no garantizan el cumplimiento de uno u otro requisito. Más bien es el modo de ejercerlos el que le da la pauta de si estamos ante algo bello y verdadero, o no. Nunca creí en el contenido inequívoco de los géneros.

¿Qué es lo que más admira de la personalidad y la obra de Fernando Pessoa, para que haya sido, y siga siendo, una de las influencias más importantes en su formación como escritor?

Se me impuso como una presencia verdadera (volviendo a la pregunta anterior). Lo que admiro en Pessoa, lo podría resumir en un verso que él le atribuye a Ricardo Reis: “Lo que en mí siente, está pensando”. Esa posibilidad de convertir la emoción en reflexión, la reflexión en emotividad. Su hondo sentido de la composición dramática (en el sentido teatral del término), su capacidad para ejercer la versatilidad en los modos de enunciación, de conformidad con lo que le interesa plasmar en un caso o en otro, su sentido del humor extraordinario, y la perfección de su domino del idioma portugués. Para mí Pessoa es en Portugués lo que Borges es en español. La prosa de Pessoa es de una singularidad inconfundible. Es, a su manera, un Borges.
Empecé a leerlo muy joven. Y sigue siendo para mí una compañía casi diaria. Aun cuando no lo este traduciendo, siento el placer de leerlo. Pero lo que le debo primordialmente a Pessoa, se lo debo también a Rilke, que es la conciencia de que el escritor es un artesano. Es un hombre que se calza los guantes, y trabaja para tratar de darle a su enunciación la hospitalidad indispensable, como para que el otro al leerlo se encuentre consigo mismo.

¿Qué posibilidades de expresión habilita el hecho de escribir para chicos que no proporciona la escritura para adultos? ¿Y qué posibilidades o efectos de sentido abre la literatura para adultos que no pueden trasladarse al género infantil?

Me parece que es muy difícil desprenderse en la literatura para niños de una cierta actitud de cuidado hacia el lector. Cuidado en cuanto a preservarlo en el marco de una percepción que no conoce el desencanto todavía, ni el dolor. En esa medida, uno escribe como cómplice del niño, entra en ese mundo que presume que es el de él, y lo acompaña a través de un pronunciamiento que participa de sus fulgores, de sus valores. En la literatura para adultos no hay concesiones de ninguna índole. Soy implacable conmigo cuando escribo, en el sentido de que me interesa mucho más conocerme que tener razón. Y eso tiene sus costos para el que lee también. La única cortesía que creo indispensable es la de escribir bien (si uno puede).
Siempre tengo la impresión de estar hablando con un chico cuando escribo para chicos. Estar conversando con uno o más. Pero también como importante es haber asistido al modo en que mi hija menor empezó a hablar. Haber visto como se desplegaba el lenguaje. Eso me maravillo. Ese pasaje del sonido al sonido articulado. Eso me pareció extraordinario. Ahí escribí unos cuantos cuentos. Motivados por cosas que tienen que ver con la palabra, con la presencia de las cosas antes los ojos. Por eso leo con frecuencia literatura infantil, me interesa mucho. Creo que la literatura para niños que producimos en la Argentina es excelente. El lector de los cuentos infantiles que uno escribe –el niño o la niña- normalmente es de un grado de compromiso con el escritor, cuando entran en contacto con él, extraordinario. Siempre es muy grato ver la naturalidad con que el mundo fantaseado se convierte en verdad.

¿Ser consciente de ser un sujeto en falta (tomando este término desde la concepción lacaniana) le ayuda a la hora de escribir?

Sí. Me ayuda a ser paciente. Si hay algo inexplicable, es la gracia. Tener gracia para escribir. La gracia en el sentido teológico de la palabra. El talento es un verdadero misterio, es un don. Es inexplicable que uno articule las palabras de cierta manera que le resulten significativas a otro. No sé como se hace eso. Que es lo que uno sabe: equivocarse. Es altamente improbable escribir una página perdurable. Perdurable quiere decir que dentro de 500 años sea leída. De modo que uno siempre se acerca a los tanteos, a los manotazos, sopesando en la medida de sus fuerzas cada vocablo. Pero es precario. No sé como puede uno acceder a la entonación, no entiendo como puede uno convertir las palabras que están ahí en algo tan expresivo. A veces lo logra sin saberlo, pero no se puede uno sentir autor, más bien depositario de un milagro. No me puedo adjudicar el mérito como si supiera de qué hablo. Normalmente que es lo que siento: mi falta. La ineptitud, la dificultad, la insuficiencia.
Saber escribir encierra un peligro, y es repetirse. Uno tiene que estar muy atento, porque en el momento que llega a tener una voz, la explota, y se vuelve redundante. En la medida de lo posible hay que escribir por segunda vez como si fuera la primera.

¿Se ha psicoanalizado alguna vez?

Sí. Actualmente me analizo. Promueve una movilización interna que seguramente redunda en la percepción de determinados temas. Actualmente estoy escribiendo un ensayo, breve, sobre la tristeza, que diría que guarda relación con algunas cosas que estuve viendo en mi análisis.

Si su intención al escribir es construirse ¿cuál cree que será la imagen que de sí mismo se proyectará al final de esa construcción?

Puedo decirte lo que yo desearía. No sé hasta cuando voy a escribir. Mi deseo de hacerlo está tan vivo como a los 15 años. Me gustaría ser leído como un hombre que le habla al oído al que lee. Que está vivo. Sé que irremediablemente la literatura envejece, pero no necesariamente todo lo que uno ha escrito tiene que morir. Tal vez algunas líneas se salven, y signifiquen algo para generaciones venideras también. Yo sólo me he propuesto honrar la hermosura de la lengua y la emoción de pensar. Mis temas en poesía o en prosa son los mismos, hablo de pequeñas cosas, que son las que me deslumbran, las que me sugieren las problemáticas más abismales. Me gustaría escribir sobre un vaso de agua, sobre una silla sola en una casa. Allí encuentro la fuente de inspiración. Creo que allí hay un secreto que si lo sé escuchar, terminaría aprendiéndolo. Me gustaría saber que no traicioné mi vocación. Sentir que fui fiel, que sostuve mi vocación. Que nadie me diga “Fuiste un traidor”. Una vez escribí un poema que dice: “Escribo, escribo, escribo, soy lo que quise, un hombre perdido en su propio lugar”. Y creo que es verdad. Hice de mí lo que quise. Quise ser un escritor y pude serlo. Lo sé porque tengo la alegría de saber que lo hice.

¿La labor de traducir también es parte de esa construcción?

Sí. Para mí uno de los orgullos más grandes de mi vida es ser el traductor de Pessoa. Vale la pena haber vivido para traducir El libro del desasosiego. Estoy convencido. Mi vida está justificada.

5 dic 2007

Confesiones de lector

por Miguel Grinberg
A los 13 años (1950) leía las revistas de historietas Rayo Rojo y Puño Fuerte. Acto seguido descubrí en un quiosco las novelas de Mickey Spillane, donde el detective Mike Hammer describía bien detalladas a las mujeres que desvestía. Unos tíos comunistas me habían regalado La Cabaña del Tio Tom, Las aventuras de Huck Finn y Robin Hood. En el altillo de su casa había paquetes de la revista Leoplán, donde me topé con segmentos –para mí alucinantes– de las obras de Dostoievski y Tolstoi. Otro tío tenía una colección del Selecciones del Reader’s Digest y me las prestaba: leí carradas de relatos condensados sobre la Segunda Guerra Mundial. En casa mi papá no tenía muchos libros, pero me dejó hecho moco uno titulado El Reino de Auschwitz. También compraba en la calle Florida la revista estadounidense Time, para practicar inglés. En el colegio nos atestaban (para memorizarlas), cosas como El Cantar del Mio Cid o La Vida es Sueño. ¡Oh sufrimiento! Hasta que después de una matineé en el viejo cine Cataluña (donde vi por enésima vez Arenas de Iwo Jima con John Wayne) recalé en una librería de usados en el centro de Buenos Aires, Palumbo. Fue la primera vez que entraba a un lugar con tantos libros extraños juntos, nada parecidos a la políticamente correcta Biblioteca del Colegio Nacional Manuel Belgrano. Y maravillosamente baratos para mi juvenil bolsillo. Tras mucho indagar, adquirí dos títulos de Roberto Arlt que me atrajeron por su prosa insolente: Los Siete Locos y Los Lanzallamas. Volví a Palumbo muchas veces. Descubrí la polémica entre los escritores de Florida y Boedo. Y a los otros dos grandes Robertos (Mariani y Payró), a los hermanos González Tuñón, a Raúl Scalabrini Ortiz y a Arturo Jauretche. Letras vivas e intensas que nutrían mi naturaleza anarquista. Ingresé a la Escuela de Arte Escénico de la Sociedad Hebraica, que había fundado David Stivel. Me zambullí en los clásicos: Sófocles, Aristófanes, Esquilo. Una noviecita actriz me introdujo a la poesía de Pedro Salinas y Pablo Neruda. Pero sin imaginarlo, se avecinaba para mí el momento de la verdad. Un día de 1957, una compañera del curso de teatro me prestó un libro que acababa de leer: La Caída, de Albert Camus. Que me calcinó las neuronas. Compré todos sus libros: El extranjero, El Hombre Rebelde, El Verano, Bodas… Fue mi lectura exclusiva durante el verano siguiente en la playa de Mar del Plata. Simultáneamente, mi amigo Zito Kaplansky, que se había ido a Nueva York para estudiar drama en el Actor’s Studio, me mandó una copia del incendiario Howl (Aullido) de Allen Ginsberg. Otra conmoción rebelde en mi alma. Tras leer en la revista Time un artículo sobre la Generación Beat corrí a la librería inglesa Pigmalion de San Martín y Corrientes, y encargué las ediciones británicas de On The Road y The Subterraneans de Jack Kerouac. Aquí tradujeron El Disconforme de Colin Wilson. Mi destino contracultural quedó sellado. Escribí mi primer libro de poemas.


Miguel Grinberg es escritor y poeta. Nació en Buenos Aires, en 1937. Especializado en movimientos juveniles y pensamiento prospectivo, entre sus últimas obras se destacan Beat Days/Días Beat (Galerna), Evocando a Gombrowicz (Galerna) y el libro de ensayos La Generación "V" - La insurrección contracultural de los años 60 (Emecé).